Son dos rutas lineales que pueden recorrerse seguidas al estar enlazadas por una pasarela que cruza el embalse de Canelles sobre el río Noguera Ribagorzana, que corta la sierra del Montsec, primera formación del Prepirineo en la zona, y que separa Aragón y Cataluña. Comenzamos la ruta en el aparcamiento de La Masieta, cerca de Puente de Montañana, en la margen izquierda, vigilado al otro lado del río, en Aragón, por el castillo muerto de Chiriveta, el vigilante del Congosto, cercano a la románica ermita de Nuestra Señora del Congosto, ambos del s. XI, que constituyen un oasis de arte en un desierto de piedra.
Después de dos kilómetros por campo abierto, se cruza un puente colgante, de silueta grácil y firme, que se bambolea al pasar, se continúa por un trecho con mal piso, de pasos tropezantes, y se entra en este mundo vertical, con los tonos grises de la caliza punteados del verde de alguna planta y animados por el atractivo verde del río. El desfiladero de Mont-rebei es un cañón de hasta 500 m de altura en algunos puntos y con lugares donde la anchura no pasa de 20 m. Un camino de herradura excavado en la roca caliza, con pasamanos y miradores, lo atraviesa cruzando un hábitat ideal para rapaces y con nutrias en el río. La vegetación se compone de robles en las umbrías y la típica mediterránea (encina, boj, matorral) en las solanas. Este tramo es llano y casi recto, con algunos bancos para disfrutar de unas vistas inmejorables mientras nos embarga un placentero sentimiento de libertad e independencia, de ausencia de ataduras, y un escalofrío emotivo recorre la piel.
El valle vuelve a abrirse y aparecen de nuevo las encinas y el boj mientras el sendero asciende y permite divisar las pasarelas al otro lado del río. La vista va despejando el camino con anticipación. La senda acosada por el bosque; el muro verde del bosque limita la vereda –los árboles hijos de la roca- hasta que la trocha se precipita hacia el puente colgante que cruza el Congost de Seguer, de 35 m de anchura. Estamos en el límite entre Lérida y Huesca, a unos 4,5 kilómetros de recorrido. Es el río de la civilización, antes abierto, ahora cerrado. Más abajo se ha puesto fin a su bravura, se han domado sus rebeldes e indómitas aguas, le han cambiado su carácter y personalidad al perder su brío. Pero el río, torturado por los riscos, consumó su victoria sobre la roca. La suavidad líquida del río, su lentísimo pulimento, labró esta estrechura entre las peñas demostrando la fuerza telúrica del mundo fluvial. Las, ahora, tranquilas aguas copian los paredones calizos que las aprisionan.
Separadas por el río y unidas por el puente, así están las dos partes del recorrido. Entramos en la segunda, en Huesca. La trocha, apenas abandona el puente, se encrespa, coge fuerzas y comienza a trepar hacia la cima acompañada de su escolta vegetal. La caliza del suelo está desgastada por el paso y resbala en las duras rampas hasta las primeras escaleras. Es un tramo de 50 m de desnivel, recorrido por tramos de rampa y otros de escalera que zigzaguean adosados a la pared. Tras un bien marcado sendero, entre vegetación arbustiva y algo de arbolado, se llega al siguiente tramo, de 33 m de desnivel, con la particularidad de que es lineal y curvo, por lo que no se ve todo el recorrido. Abajo se recupera el sendero del que quedan unos dos kilómetros hasta el refugio. El regreso se hace por el mismo sendero, poseídos por la presencia rocosa en una experiencia arrebatadora, mística, sintiendo una especie de crepitación espiritual.
Tratando de no sobrepasar las restricciones del cuerpo y las leyes de la física, con estoica serenidad, atacamos las escaleras al contrario que a la ida. La vista desde abajo es impresionante. Con una excitación cercana a la euforia, con el ser convertido en un vértigo y una antorcha, ascendemos con lentitud geológica, cruzándonos en los rellanos con las personas que bajan, con la sombra aplastada contra la roca. La subida ocupa el pensamiento. La escalera se resiste con la perseverancia de las cosas inertes. Las tensiones de la voluntad se manifiestan en esta especie de ritual de autoinmolación y la sangre recorre el camino de las venas. En lo alto, el corazón salta en el pecho mientras echamos miradas de águila atalayando el río, en este diálogo entre las personas y el espacio con la bóveda del cielo como techumbre. Hemos perdido todo vínculo con el tiempo y la realidad. Estamos entregados al presente. “Todo parece ahora eterno” (Shelley). Son instantes totalmente desligados del antes y del después. Incluso se siente la tentación del vacío: “Cuando miras al abismo, el abismo te mira” (Nietzsche).
La montaña achica a las personas, que sólo se engrandecen cuando pisan su cumbre. El oleaje humano está sentado a la sombra, en un silencio de asombro, lleno de pensamientos y cargado de expectación. Somos espíritu y materia, optimismo y cansancio, pero la luz que nos ilumina puede más que las exigencias corporales a las que está esclavizado el ser humano. Desde arriba se aprecia la arquitectura rudimentaria del imponente farallón calizo cruzado de escaleras y la agreste belleza del valle. La realidad de estos instantes no cabe en las palabras, porque es más bella que la imaginada. Esta percepción visual que nos tiene absortos, cerradas las compuertas de los demás sentidos, contiene la vida.
Por las laderas pedregosas trepan rebaños de encinas mientras la grieta del Congosto avanza hacia nosotros, con tonos amarillos y anaranjados más vivos. En las pacíficas aguas del embalse destacan los colores chillones de las piraguas que navegan cerca del sendero primitivo, semicubierto por las aguas. En algún punto, avanzamos con una respiración que levanta el pecho, con el corazón desordenado e independiente de la voluntad, antes de entrar de nuevo en el tajo de piedra, el insospechado abismo, la imponente depresión del valle. Es la apoteosis geológica del cañón. El paisaje no puede ser más recortado y el paisaje, sostenido por la osamenta de las rocas, más abrupto. Recorriendo los bordes del precipicio, avanzando con pasos cuidadosos, se siente el ímpetu geológico de la serranía.
La severa austeridad y magnificencia de las desnudas rocas constituye el epicentro de un mundo quebrado, de belleza ascética. La verdad de la piedra de este paisaje con cuerpo de roca evoca ancestrales impulsos, viejos e imperecederos ritos alentados por la espiritualidad de la montaña. Aquí puede leerse la lección eterna de la Naturaleza, una naturaleza escarpada que se despeña por el Congosto. Se dice que la mayor prueba de la auténtica grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su propia pequeñez, que la capacidad de comparación es en sí misma una prueba de nobleza. Esto es lo que se siente en el desfiladero. Volvemos fatigando los confines del valle. La serenidad mineral de la zona contrasta con nuestra alegría y cansancio: la materia y la energía, lo inerte y lo activo. Hemos realizado un sueño a medida de nuestros deseos, hemos caminado el sendero del esfuerzo.
Los sueños, como las viejas historias, no se agotan. Es cierto que el cuerpo guarda la memoria de la edad, pero estas rutas están al alcance de muchas personas, no sólo de las que parece que hemos sufrido algún disturbio cerebral. No podemos ser pasado en vida. “Los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una vez” (Shakespeare, Julio César).