El pico Ocejón
Las altas cumbres como guardianes del territorio. El dominio que la montaña, la altura, ejerce sobre el paisaje ha hecho que siempre tuviera un aire entre mítico y sagrado, mitológico. Las tribus paleolíticas se postraban ante las diosas montañas. Los romanos notaron que algunas tribus ibéricas consideraban al Moncayo una especie de dios y le rendían culto. La espiritualidad de las montañas alienta viejos e imperecederos ritos. La montaña como gran balcón, evocador de lo sagrado, propició cultos a la naturaleza desde la prehistoria hasta que el cristianismo los fagocitó. Las civilizaciones primitivas sacralizaban sus montañas pero no se atrevían a escalarlas. El primer escalador fue el poeta Francesco Petrarca, que en el año 1336 escaló el monte Ventoso, en los Alpes.
Uno de estos picos que ejercen un influjo tan poderoso es el Ocejón, testigo de tantas edades pasadas, al que volvemos con ancestral impulso. Estas montañas corresponden al sistema Central, a la vertiente sur de la sierra de Ayllón, al noroeste de la provincia de Guadalajara. El pico se sitúa en la sierra del Robledal, en una posición meridional. Es una montaña de pizarra, formada por un pliegue anticlinal y asimétrico. La orientación aproximada N-S de la sierra hace que sea una divisoria de aguas, al Jarama en su vertiente occidental y al Sorbe –afluente del Henares, del que bebemos en Alcalá de Henares- en su vertiente oriental.
En esta ocasión iniciamos el ascenso en Valverde de los Arroyos, típico pueblo de la arquitectura negra –por el uso constructivo de la pizarra-, de menos de cien habitantes, situado a una altitud de 1.255 metros. El pueblo negro, tan aseado, tan coherente entre su exterior y lo que era la vida de sus gentes, pero tan inanimado, no consigue llevar a la nostalgia de la vida de otros tiempos. Este majestuoso pico tiene una prominencia de unos 1.000 m., y como su cima está a 2.049 m de altitud, tenemos por delante un ascenso de 794 m. Hay que encontrar tiempo –el tiempo es vida- para salir de nuestro estrecho círculo cotidiano y hacer cosas como ésta.
El Ocejón se recorta imponente, sin su corona de nieve aunque es invierno, en un cielo sin nubes en el que sepulta su cresta. Nuestra ansiosa mirada se deposita en lo alto, cuyo brillo ha iluminado otras ascensiones. Se sale desde la plaza, subiendo hasta el campo de fútbol y se continúa el camino entre unos castaños traídos en el siglo XIX. A unos 500 m debemos tomar un estrecho sendero a la derecha, bien marcado, puesto que de frente se va a las chorreras de Despeñalagua. El ascenso es suave, con poco desnivel, aunque en algún momento la ruta se quiebra embraveciendo el paisaje. Recuperando recuerdos de otras ascensiones y escuchando los ecos de las montañas se asciende en un intrincamiento de repliegues, aspirando el aire alimenticio, absorbiendo la luz vivificante, y la montaña repite el eco de nuestro paso.
Dejamos a la izquierda las chorreras –a más de 1.400 m de altitud- y a la derecha la loma de las Piquerinas. De frente sigue el camino del Correo que va a Majaelrayo. Cruzamos el arroyo de la Chorrera que nos marca el camino y faldeamos hacia la derecha. En lo alto vigila nuestro ascenso el pico Ocejón, lo más inaccesible de la montaña, donde la tierra se hace nube. Este tramo, la cuesta de la Penitencia, hace honor a su nombre, es el más duro por su pronunciado desnivel. La subida ocupa el pensamiento; esfuerzo físico sin preocupación mental, con la montaña limitando el horizonte que queda reducido a una fracción de cielo; los pasos, de plomo. Un pinar de repoblación, los árboles hijos de la roca, ponen la nota de color verde oscuro, mientras el robledal está sin hojas. A partir de aquí el arbolado desaparece y la gayuba tapiza el ascenso, suavizándose un poco el desnivel, hasta el collado de García Perdices, a donde llega otro camino desde Majaelrayo. La última parte es un canchal desnudo, peligroso por el hielo en algunos momentos, que lleva hasta las almenas pizarrosas cargadas de vientos, hielos y soledad. La fe, que dicen mueve montañas, nos mueve a nosotros hasta lo alto.
En otras ocasiones hemos encontrado aquí concentradas innumerables existencias desperdigadas, atraídas por el poderoso imán del monte, pero ahora no hay ese acostumbrado oleaje humano que impide percibir el ímpetu geológico de la serranía. Hacemos cima. La montaña achica a las personas, que sólo se engrandecen cuando pisan la cumbre. Desde estas alturas olímpicas se contempla un horizonte infinito y, siguiendo a Shelley, “todo parece ahora eterno”. Fragosa soledad, silencio serrano, rocas y cielo desnudos en esta pequeña y afilada acrópolis desde la que podemos admirar la belleza de las montañas esculpidas y leer, en las cumbres y en los desfiladeros, la lección eterna de la Naturaleza. Aquí se comprende la frase de Obermann, citada por Unamuno, de que jamás se podrá expresar el sentimiento de la montaña en una lengua hecha por los hombres de las llanuras.
Estamos en uno de los tres enclaves de una leyenda, según la cual el señor y brujo de una tribu prerromana cuyo territorio se extendía por las actuales provincias de Zaragoza, Soria y Guadalajara, se entendía muy mal con sus tres hijos que se peleaban entre sí movidos por la envidia y la codicia por conseguir la herencia del padre. Éste, cansado, les maldijo de manera que pudieran verse pero no hablarse, convirtiéndolos en tres altas montañas que situó en los extremos de su territorio: Moncayo, Ocejón y Alto Rey. En esta última cima hay una ermita con un grabado en piedra en el que se ven tres cabezas situadas geográficamente como los picos. Al margen de la leyenda, desde nuestra alta atalaya podemos ver pueblos como Majaelrayo, Robleluengo, Roblelacasa, Campillo de Ranas, etc., al oeste, y al este Valverde de los Arroyos, Zarzuela de Galve, Palancares y Almiruete (famoso Carnaval).
El fuerte viento impide estar aquí mucho tiempo. Regresamos por el mismo sendero y antes del pueblo giramos a la derecha para ir hasta las chorreras de Despeñalagua, un pequeño y llano paseo hasta el salto de agua de unos 100 metros de altitud. El hielo ha esculpido formas caprichosas en los arbustos y en las orillas. El camino lo marca el cacerón, un pequeño canalillo que traía hasta el pueblo parte del agua de la Chorrera y que servía para el riego de las huertas.
Hemos quemado muchas calorías y tenemos la tentación de comer cordero. Hacemos caso a Oscar Wilde, quien dijo que la mejor forma de librarse de una tentación es caer en ella. Después el sol se hunde rápidamente, el día declina y la temperatura desciende. Las montañas ocultan el sol y se inicia el oscuro y frío ocaso de las adustas tardes invernales. Las tintas grises del anochecer van subiendo del llano a la montaña. Es el momento de la vuelta a casa. La aérea cumbre del Ocejón, donde el resplandor dorado del sol se va tiñendo de púrpura, nos despide.
José Luis Salas Oliván
Vocal de AUDEMA, Asociación de Mayores de la Universidad de Alcalá