La estación de Canfranc
Esta visita tenía, en principio, una motivación literaria. Había leído los libros de Ramón Javier Campo, “El oro de Canfranc” y “La estación espía”, cuando cayó en mis manos el de Rosario Raro, “Volver a Canfranc”. Y eso fue lo que pensé: Había que volver a Canfranc para hacer una visita guiada a la estación, a 1.194 m de altitud. Se trata del antiguo poblado medieval de Los Arañones, al pie de la calzada real a Francia, cuyas “décimas” fueron donadas al hospital de Santa Cristina de Somport por Alfonso I el Batallador en 1116. Cobró nueva vida con la estación y, tras el incendio de Canfranc en 1944, se trasladó aquí el Ayuntamiento y parte de la población.
El aparentemente infranqueable Pirineo permite su cruce, entre las altas y temibles cumbres, por algunos lugares. Esta zona en concreto fue siempre lugar de paso, el mejor del Pirineo Central. Por aquí entraron las invasiones celtas; la calzada romana que unía Benearnum (Béarn, Francia) con Caesaraugusta (antes pasaba por el Puerto del Palo, el Summo Pyreneo, y el valle del Subordán), que ha dejado el nombre latino, Somport; el Camino de Santiago desde el s. XI, cuando nació Canfranc, con el Hospital de Santa Cristina de Somport, uno de los tres más importantes de la cristiandad; por aquí entraban los libros protestantes en el s. XVI, según descubrió Fray Bartolomé Carranza, comisionado por Felipe II; en 1867, por aquí penetró Morriones por encargo de Prim; por aquí pasaron muchos judíos durante la II Guerra Mundial, etc.
La Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País demandaba ya en 1853 la construcción de una línea de ferrocarril entre Zaragoza y Pau a través de Canfranc, pero el proceso fue muy lento. En 1882 se puso en Zaragoza la primera piedra de la magna obra, del nuevo ferrocarril, que llegó a Jaca en 1893; en 1907 se decidió el lugar de la estación; entre 1908 y 1914 se perforó el túnel de 7.875 m de longitud; en 1915 comenzaron los trabajos de movimientos de tierras, desvío y encauzamiento del río, etc., en lo que es un buen ejemplo de cuidado medioambiental y reforestación; en 1921 se adjudicaron los trabajos del edificio principal, la estación internacional. Por fin, el 18-7-1928, el rey Alfonso XIII (“Los Pirineos ya no existirán más”) y el Presidente Gastón Doumergue la inauguraron. El “Titanic de la montaña” no tuvo suerte –depresión de 1929, periodo de entreguerras, Guerra Civil, Guerra Mundial, etc.- y se clausuró en 1970.
Entre 1942 y 1945 por aquí pasó oro expoliado a los judíos, parte como pago del wolframio que Franco proporcionó de las minas gallegas a los alemanes, pasaron judíos y alemanes perdedores hacia Sudamérica vía Portugal, pasaron aviadores aliados accidentados, etc. En las fondas Marraco –fue como el Café de Rick de Casablanca- y La Herrera –hoy hotel Ara- se hospedaban los camioneros suizos y los oficiales nazis. En los episodios de contraespionaje tuvo un papel fundamental el jefe de aduanas francés, Albert Le Lay, “el rey de Canfranc”, enlace de la Resistencia con los aliados.
El cielo está completamente despejado y hace mucho calor, pero a la sombra se está bien. Esperamos para la visita delante de la estación, abandonada, escuchando el rumor del río, a pesar de que baja poca agua, en un tramo escalonado y admirando el grandioso y espectacular paisaje, con la espesa cabellera de sus selvas aferrada a la empinada ladera, impidiendo la erosión y aumentando la infiltración de la lluvia. Los árboles contra el cielo, disminuidos en la perspectiva, manteniendo intacto su verdor. El color verde lo invade todo. Hayas, abetos, abedules, pinos, álamos, conforman un magnífico ejemplo de restauración hidrológico-forestal después de la construcción. Estos árboles tienen la fuerza de los grandes sueños.
Por un paso subterráneo se accede al vestíbulo, en restauración. Quedan las taquillas, parte de la balaustrada y el cuadro de luces que aparece en la novela de Rosario Raro. Por las altas ventanas se ven los elevados picos, con el roquedo gris blanquecino en la cima y el espeso bosque, verde oscuro, debajo. Al fondo, hacia el N, se ve en un alto el fuerte Coll de Ladrones, estratégico enclave defensivo, cárcel de los equipos que construyeron la Línea P, gran barrera defensiva que abarcaba todo el Pirineo, después de la Guerra Civil.
Nos vamos pensando en los personajes que realizaron meritorias labores para la red británica de espionaje, como Albert Le Lay, Juan Astier Echave, Mariano Marraco (era republicano de izquierdas y lo llevaban a la cárcel de Torrero cada vez que Franco iba por el Pirineo), el ferroviario Francisco Ruiz, el guardia civil Salvador García, el sacerdote Planillo, etc. Su obra consistió en que muchas personas pudieran huir de los alemanes que ocupaban Francia, como Marc Chagall, Joséphine Baker, Max Ernst, Alma Mahler, el hermano de Thomas Mann, la actriz belga de cine Berta Delaroyore (Litta-Clery), el escritor alemán Richard Moering (Peter Gun), el productor de cine alemán Mez Heilbronner, la artista lírica francesa Lusanne Laure Sibellas (Sylvia Staile), etc., y lo que es más importante, los cientos de judíos y aviadores de muchas nacionalidades, anónimos. Finalmente, hasta alemanes derrotados huyeron por aquí.
Viendo el estado actual de las instalaciones es difícil hacerse a la idea de lo que supuso en aquellos años de la II Guerra Mundial. El jugarse la vida, y perderla en muchas ocasiones, por los que huían desde Francia les impediría hacer lo que estamos haciendo ahora: extasiarnos ante una naturaleza tan desbordante, con el bosque espeso y cerrado ascendiendo por las faldas de la montaña, adueñándose de la tierra. El manto verde se sucede monótonamente como los días de la vida. Hileras, galerías, perspectivas de árboles en este nemoroso valle. La vastedad de estos espacios impone y, rodeados de estos viejos bosques, en este valle oscuramente arbolado, recordamos preocupados el aforismo que dice que los bosques preceden a las civilizaciones mientras los desiertos las siguen.
José Luís Salas Olivan
Vocal de AUDEMA – Asociación Universitaria de Mayores de Alcalá