Palazuelos
Sigüenza (Guadalajara), capital de la despoblada zona del Alto Henares, sobrevive vendiendo Edad Media. Muy cerca, en el extremo Este del valle del Salado, está Palazuelos, pequeño pueblo caballeresco y medieval, pero corroído por el tiempo y el abandono. Hay pueblos vecinos abandonados y Palazuelos, de escasa población, queda convertido en poco más que un decorado, con huellas tardomedievales por todos los rincones. Estamos en el valle del río Salado, “el río de la sal”, primer afluente del Henares por la derecha, en la zona del arroyo Vadillo. Estos lugares eran paso entre las dos mesetas y por aquí discurría la vía romana que iba de Segontia a Uxama, en Soria. Ahora es la ruta del Quijote (etapa 10).
Enclavado cerca de la unión de los sistemas Central e Ibérico, apoya su espalda a media altura del Alto de El Monte (1.124 m.), a una altitud de 973 m. Es una llanura suavemente ondulada, con poco sentido escultórico, que cuenta con vega cerealista de secano y masa boscosa (encina, roble quejigo, sabinas). Desde estos confines la mirada se pierde en la lontananza, el valle se entrega abierto, en sus cuatro ángulos, a la vista. El paisaje es de severa magnificencia, de austeridad y serenidad; un paisaje que parece no sufrir el paso del tiempo, que parece congelado. Es un paisaje hecho de sugestiones y evocaciones; no es conmovedor, sino expresivo, como el de Unamuno. La experiencia visual se transforma en estímulo interior. El campo está lleno de belleza rústica y de extremada e inmensa soledad, sin tiempo ni historia.
Todo el contorno es la paramera de Sigüenza, zona de erosión pliocena sobre rocas que proceden de sedimentos en el fondo de un mar poco profundo, areniscas, conglomerados y calizas. Predominan los terrenos mesozoicos (areniscas rojas del Triásico y calizas) y cenozoicos (arcillas y margas). En algunas antiguas áreas palustres, la evaporación del agua facilitó la precipitación de sales. Los manantiales se localizan en lugares de contacto entre las calizas permeables en alto y las rocas impermeables (yesos y arcillas).
El poblamiento de estos lugares es antiguo y debió permanecer habitada en épocas prerromanas (arévacos, necrópolis de Carabias), romana y visigoda, aunque no hay restos. Tras la ocupación musulmana, quedó como zona fronteriza dentro de la Marca Media dependiente de Medinaceli. El valle vio el paso de Almanzor, de reyes cristianos y del Cid, siglos IX-XI. En tiempos de Alfonso VI se nombró obispo de Sigüenza, pero no fue hasta 1123 cuando se colonizó la comarca. Con el avance de la Reconquista se integró en la Tierra y Común de Atienza.
Perteneció al infante don Juan Manuel y a los Mendoza, en la segunda mitad del siglo XIV. El primer marqués de Santillana levantó el castillo y las murallas. Fue villa y tiene rollo-picota. En las Respuestas al Catastro del Marqués de la Ensenada se dice que tenía unos trescientos vecinos, unas mil personas, dedicadas a actividades agropecuarias. La zona vio las luchas de El Empecinado, y las expediciones carlistas de Miguel Gómez en la Primera Guerra y del brigadier Ángel Casimiro Villalaín en la Tercera.
El entramado urbano es un verdadero museo viviente, con casas tradicionales (esgrafiados con símbolos solares que entroncan con los ancestros celtibéricos), fuentes, rincones, etc. La amplia Plaza Mayor escucha el murmullo suave y apacible, alegre y continuo, indiferente, de la fuente que agracia el centro y, al lado, el rollo (basa redondeada y columna cilíndrica). Desde aquí, la Calle Real llega hasta la “Fuente de los Siete Caños”, perpetuo sollozo de rumor eterno y monótono, con ritmo igual y adormecedor, dejando a la derecha la iglesia parroquial de San Juan Bautista (siglo XVI, puerta románica, artesonado de madera) y la Casa del Curato (escudo con el emblema del jarrón de azucenas del obispado seguntino) y, convertida en Calle de San Roque, continúa hasta la Puerta de la Villa.
Un recorrido por el pueblo, remanso de sosiego, es como desenterrar recuerdos olvidados en los rincones de la memoria, que tienen la intensidad de la ausencia. En la calle, en el pueblo, en el valle entero, no se oye ni un ruido. El silencio aletargado ensordece. El silencio planea sobre el valle, el pueblo está lleno de silencio, las casas llenas de un silencio de gran espesor en su resonante soledad.
La singularidad es la muralla que lo rodea, de más de un kilómetro, reforzada con cubos y torreones, y abierta en cuatro puertas con cubos en las esquinas y escudos de los Mendoza. Inserto en la muralla, al costado NO, se encuentra el castillo, rodeado de barbacana con puerta de puente levadizo y torreones. En el interior, paseo de ronda con torres en los ángulos y gran torre del homenaje, de la segunda mitad del siglo XV. La excepcionalidad de este complejo fortificado le viene por el hecho de defender una población pequeña y no estratégica, cuando los hombres todavía vestían de hierro. Una dulce penumbra de Edad Media invade el espíritu viendo estos monumentos que se conservan donde las personas han perecido. La Edad Media queda reducida a una nostalgia de castillos de pasado, de tiempos sin presente, que la falta de función va arruinando. La fortificación, con el pasado escrito en ella, se yergue en el valle como una aguerrida presencia, lo que originó la poliorcética, el arte de asaltar plazas defendidas por fortificaciones.
Desde lejos, la muralla le da un aspecto hosco, guerrero; parece un animal muerto dentro de su concha, como un fósil, inmóvil. El silencio y la inmovilidad son el mejor camuflaje para pasar desapercibido. Está como dormido en el pasado. En estos pueblos todavía asoma la Edad Media que otras zonas dejaron atrás hace siglos, son pueblos estancados en el fondo de los siglos, que han hecho un viaje hacia atrás en el tiempo. El soñoliento silencio de sus calles inactivas es síntoma de que quedó separado del mundo, varado en un lugar abandonado, mientras sus gentes tomaban el camino de la dispersión. Este es uno de los lugares a los que la imaginación pone un halo mágico que se desprende de una armonía espiritual y corpórea rota. La admiración por la magia del pasado trata de hacerlo reaparecer en esta zona que la prosperidad ha dejado de lado. La cronología es inexorable. Su momento ya fue. Su gloria ya pasó.
La expresividad del pueblo y del paisaje tienden a hacernos considerar los detalles concretos como abstractos intemporales: la eternidad de la roca, la resistencia de la encina, el infinito de la llanura, la inmortalidad de la piedra tallada de los monumentos, la intrahistoria (Unamuno) del silencio, la serenidad y libertad de los montes, el ascetismo de los pueblos perdidos.
En la última visita hay movimiento en la plaza. Hay obras en una casa y ha llegado un camión con albañiles y materiales. Ya no se escucha solamente el silencio, un silencio tupido y espeso que envuelve en soledad al pueblo. Indicio optimista y animador de vida en este pequeño pueblo que esconde dos museos, uno del Herraje y otro de Instrumental Agrícola y Pastoril. Otras curiosidades son la celebración de la fiesta a San Roque, patrón, con la quema del boto impregnado de pez en la Puerta de la Villa, ante la hornacina del santo, y Gregorio González, escritor del Siglo de Oro, que en su novela picaresca “El guitón Onofre”, hizo nacer aquí al personaje literario Onofre Caballero.
José Luis Salas Oliván
Vocal de AUDEMA (Alcalá de Henares)