PERDONES RESCATADOS
Ya era tarde, pero la noche me hizo un guiño para seguir compartiendo su compañía.
Sentado en el banco del jardincito trasero de casa, con los brazos recostados a lo largo del respaldo, recorría el horizonte cercano de los árboles dormidos que con tanto cariño había plantado Clara en los últimos años.
De repente, cuando veía navegar las hojas del aligustre sobre la brisa fresca y alocada de aquella noche agosteña, una ventana de cielo se abrió mostrándome una luna plena y reluciente. Diría que hasta autoritaria y desafiante. Fue una sensación muy rara. Sentí una atracción muy fuerte; algo así como que aquella noche la luna había salido únicamente para mí y que tomaba el control de mis sentimientos.
Mi cabeza se fue a rebuscar entonces entre los párrafos de un breve relato que había leído esa tarde de García Márquez, Las Sandalias Negras de mi Madre.
– ¿Con que perdón en el pecho te quedaste? – preguntaba el escritor.
Esta pregunta me debió hurgar en alguna herida por una discusión reciente y dolorosa con mi hija mayor y me hizo saltar del asiento.
Entré en la casa y busqué nerviosamente el teléfono entre los cojines del sofá. Tras unos segundos de duda, decidí marcar su número, al mismo tiempo que consultaba la hora; eran las doce y media de la noche.
– ¿Qué pasa papá? – contestó malhumorada al cabo de un minuto largo de llamada. – ¿Te has dado cuenta de la hora que es? Yo mañana me levanto a las 7. ¿Os pasa algo? –
– No nada. Es que no podía dormir. Solo te llamaba para pedirte perdón por lo que ha pasado ayer. Y me da lo mismo de quien sea la culpa. -conteste en el tono más bajo y convincente que pude. –
– Ya…Bueno, vale. Anda, vete a dormir-dijo ella
– Te quiero mucho, ¿sabes?
– Yo también a ti, papá-
Después de colgar, me quede unos minutos de pie, absorto y sonriendo como un bobo mientras miraba a través de la cristalera de la terraza. Luego, casi de puntillas y mientras me iba quitando la ropa entré en el dormitorio deslizándome en un segundo como una anguila entre las sábanas.
– Clara -dije lo más bajito posible, al mismo tiempo que acariciaba la nariz de mi mujer.
– Ummm….- ¿qué te pasa? ¿Otra vez los calambres? –
– Acabo de hablar con la niña y le he pedido perdón; aunque eso sí, sin decirle que haya sido todo culpa mía. ¡Eh! ¿Sabes?, me ha dicho que me quiere mucho.
– Me alegro. ¡Bien hecho! Pero siempre tarde, como es tu costumbre. Mañana hablamos. Anda, tápame los pies con la colcha que ha refrescado-.
Félix Sánchez
Socio de AUCTEMCOL
Universidad Carlos III – Colmenarejo