Acompañados por nuestro profesor, Manuel Rey, vamos a visitar el museo del traje.
Este museo, inaugurado en 2004, está situado en la Ciudad Universitaria, en un moderno y funcional edificio que se llevó el presupuesto íntegro del Ministerio de Cultura de ese año.
Sus salas acogen vestimentas, joyas, zapatos y demás artilugios del vestir; sus fondos están compuestos por adquisiciones, donaciones y daciones en pago, y los nombres de los mecenas aparecen impresos en el vestíbulo.
Los tejidos, que son un material sensible, tienen que estar protegidos, sobre todo, de la luz y de los cambios de temperatura, así como estar armados sobre un soporte a medida que evite que se deformen, siendo su exposición temporal (las prendas descansan en el almacén cada cierto tiempo y su lugar lo ocupan otras), de tal manera que si volviéramos en un breve periodo de tiempo no veríamos los mismos trajes.
Nuestra primera parada es frente a la vitrina de los trajes regionales. Aquí, “entre lo sagrado y lo profano”, vemos atuendos con cencerros y pieles de tradiciones anteriores al cristianismo donde se invoca a fuerzas de la naturaleza y además un despliegue de ricos vestidos de las diferentes partes de España; nos llama la atención el traje de Montehermoso, en Cáceres, con un tocado en el que sobre un sombrero de paja se ponía un espejo: entero, para las solteras, roto, para las casadas, y ausente para las viudas. Con la explicación de que estos atuendos eran los propios de fiestas y ceremonias, vamos a la siguiente parada.
Primero, mientras contemplamos una filmación, nos habla Manuel de cómo ha ido evolucionando el vestido desde los íberos, con sus trajes drapeados de espectaculares tocados y joyas, a las túnicas de los romanos (claro que todo esto se conoce a través de la pintura y escultura pues nada queda de esos tejidos). También nos explica Manuel que hasta bien avanzada la edad media no había mucha distinción entre la vestimenta femenina y masculina, siendo ambas, una evolución de la túnica romana. A partir del siglo XIII, los trajes se hacen más ajustados y mientras la indumentaria femenina se mantiene larga, la masculina se acorta para facilitar la movilidad.
Las piezas más antiguas que se conservan en el museo datan de los siglos XVI y XVII: un jubón femenino y una faltriquera, así como otra prenda similar masculina y un rico puño bordado. Del tiempo de los Austrias nos quedan los retratos y en ellos vemos los cuellos tan ostentosos, gorgueras, golillas y lechuguillas (según el Felipe que reinara), y los trajes negros (el negro que siempre nos ha parecido soso y austero) cuyo color, en la época, era el símbolo de la opulencia pues resultaba muy costoso de conseguir (la gente del común llevaba la capa parda).
Pasamos, después, al siglo XVIII y aquí sí hay ya tejidos que contemplar; vemos las calzas, chupas y casacas, medias de seda y ligas. El Salón del Prado, con Carlos III, se convierte en el lugar donde todo el mundo va a “ver y que le vean”: las damas acudían en carruaje acompañadas por los galanes a caballo. Carlos III prohibió que viajaran juntos hombres y mujeres en los coches para evitar la intimidad de un sitio cerrado ajeno a las miradas. Claro está que, hablando de carruajes, paseos etc., se trataba de las clases acomodadas.
Los zapatos cerrados o las abiertas chinelas iban ajustados en el empeine con hebillas o lazos, las medias, con costura trasera se confeccionaban en sedas de vivos colores a juego con el vestido; los guantes, de cabritilla o seda y los abanicos, completaban el atuendo.
La siguiente parada es para conocer a los majos y majas que tan célebres hizo Goya. Este atuendo, en principio, era el atuendo del pueblo, pero las clases nobles lo terminaron adoptando, un poco como protesta, a Napoleón y los afrancesados. Las mujeres llevaban un jubón ajustado al talle, una falda negra llamada basquiña, la mantilla (un chal de muselina que cubría la cabeza y los hombros) y la cofia, una redecilla, que recogía complemente el pelo, tanto a hombres como a mujeres. El traje de ellos consistía en una jaqueta, chaleco corto, calzón y faja de vivos colores; al cuello, un pañuelo anudado y, por supuesto, la cofia. Este tipo de atuendo exaltaba la masculinidad y la feminidad, resaltando las curvas.
En contraposición, la moda francesa, con los vestidos imperio de talle debajo del pecho y telas ligeras y claras que quieren parecerse a los modelos de la antigua Roma.
Llega el Romanticismo y la moda da un vuelco: los vestidos femeninos parecen una enorme campana. Este volumen en el vuelo de las faldas se consigue gracias al miriñaque (una estructura de aros de metal de lo más aparatosa); luego, a partir de 1869, es sustituido por el polisón, artilugio de menor tamaño, como un gran cojín, que sobredimensiona la parte trasera.
Otro de los atuendos a destacar es el Mantón de Manila, que, a principios del siglo XIX fue adoptado por las grandes damas pasando, a mediados de siglo, a las clases populares y formando parte del traje castizo de las Manolas.
Llega la Belle Époque que supone un cambio radical en la vestimenta: se suprimen rellenos interiores, desaparece el corsé y por primera vez las mujeres lucen las piernas potenciando el uso de medias y zapato con tacón; el talle baja hasta la cadera. Mientras, los hombres siguen usando trajes siempre discretos: azul, gris, marrón (como mucho blanco, en verano).
A partir de aquí la moda se populariza; aparecen los grandes almacenes y las prendas confeccionadas, las revistas de moda informan de lo que se va a llevar.
Se considera que el aire libre es saludable y los parques se llenan de damas y caballeros, así como de las amas de cría de paseo con los retoños: ellas también van con el atuendo que distingue a su profesión.
Aquí, en nuestra posguerra, los colores de los vestidos han de ser discretos, nada de rojos (la verdad es que no nos sorprende). Se pone de moda un peinado con un alto tupé que se llama arriba España.
En los años 50 el cine es el que difunde la moda. A través de la gran pantalla llegan los estereotipos de mujer fatal, como Rita Hayworth, o niñas bien como Grace Kelly o Audrey Hepburn, con prendas de hombros estrechos, cintura de avispa y falda de amplio vuelo. Después, con Dior y su new look aparecen las chaquetas cortas con faldilla y la falda ajustada hasta media pierna.
En las siguientes décadas, de las que ya somos los componentes de esta visita protagonistas, se suceden toda una rápida serie de modas donde se hace especial mención a la movida.
Ahora vemos los grandes estilistas españoles. Mariano Fortuny fue el primero en crear una prenda que liberaba el cuerpo de la mujer. Practicó la pintura, el grabado, la fotografía, la luminotecnia y la decoración de interiores. Llegó a registrar veinte patentes en su vida aunque su gran pasión fueron los tejidos: inventó el plisado indeleble y un tratamiento para estampar el terciopelo de manera artesanal y utilizó cristal de Murano para dar caída a los trajes.
Balenciaga, Pertegaz, Berhanguer y, después, Pedro del Hierro, Pedro Delgado, y, ya en los 80, Agatha Ruiz de la Prada y Adolfo Domínguez hacen que la moda española despegue: aparecen las pasarelas Cibeles y Gaudí, diseñadores y modelos son reconocidos internacionalmente.
Por último y, como colofón de la visita, desfilamos, cual maniquíes, por una pasarela, mientras Alfonso nos inmortaliza con su cámara.
Mary Poison




























