“Cántame” un pasodoble español
Nunca lo reconoció, pero la canción era superior a él. Si alguien se atrevía a ponerla en el gramófono de la Asociación de Exiliados o en las raras ocasiones en las que se escuchaba en W‑Radio protestaba, apagaba el aparato o salía gritando de la sala. Pero ya fuera, en el pasillo, se detenía, cerraba los ojos y recostado en la pared se dejaba anegar por las lágrimas recordando los campos del pueblo y los sábados de verbena.
Llevaba ya muchos años trabajando en La Nueva Ideal y, aunque no podía manipular las máquinas para fabricar las persianas, con su único brazo se manejaba sin problemas para arrastrar bultos, vigilar en la garita o cuidar de los perros. Ahora tenía ya una asignación mucho más cómoda controlando los almacenes.
Su vida era tranquila y sus hijos tenían el futuro que al él le robaron cuando se alistó de voluntario para terminar abandonado en los barrizales al otro lado de la frontera.
No creía en las patrias, pero la suya se le metió dentro de chico y nunca pudo arrancársela. El pasodoble era uno de los síntomas más dolorosos. Al escucharlo, se le hinchaba el pecho con un aire caliente mientras los ojos le quemaban, y le llegaban los deseos. Deseos de regresar, de encontrarse con la alegría de la juventud y el frío de la majada. Echaba de menos el chusco de pan mojado en agua y la manta llena de agujeros. Echaba de menos el calor del pecho de la madre y la energía del padre. Revivía las encinas, los rebaños, el coche del amo, los vestidos de las señoritas. Los farolillos de la plaza, la camisa blanca y el pantalón de pana. La orquesta, la música y las risas.
Era un patriota sin patria, un hombre separado de sus raíces brotando en un nuevo mundo. Era uno de nosotros, un luchador, duro, animado, fuerte. Pero sobre todo era sensible y, cuando se organizaba la jarana, cantaba rancheras y coplas con una voz mojada en tequila e impregnada del polvo de la llanura. También cantaba pasodobles llenos de pasión de sangre, aunque se le partiera el alma.
Intentó el regreso creyendo reencontrarse con la patria perdida que tanto había añorado. Paseo por el pueblo cambiado por cuarenta años. Reconoció la casa alquilada de su infancia con sus paredes sujetas por contrafuertes para no derrumbarse en medio de la calle. Los que habían esquivado la emigración lo reconocieron, pero evitaron el contacto, él era uno de los otros.
Lo intentó en el campo directamente, alejándose de las gentes y de las casas viejas atascadas en un pasado macilento. Reconocía las encinas, los arroyos, las dehesas, los charcos y las bellotas. Esta era la verdadera tierra, en la que se sentía a gusto. Se instaló en una pequeña finca cerca de la carretera que lleva a Ciudad Rodrigo. Se buscó una familia que le ayudara para criar cerdos, vacas y caballos.
Los hijos volaban desde el otro lado del charco un par de veces al año. Veían a su padre activo, preparando leña, seleccionando potros, conduciendo el todo terreno y cocinando gachas.
Por carnaval organizaban una buena juerga, los nietos se juntaban junto al abuelo para oírlo cantar. Corría al aguardiente para acompañar las rancheras y las coplas, pero evitaban los pasodobles por no ver llorar al abuelo. No entendían por qué le afectaban tanto, sobre todo el de Lolita Sevilla.
Él sí lo sabía. Preparando la maleta para irse de nuevo a México, reconoció su fracaso. Se había quedado sin patria, esta no estaba a ninguno de los lados del océano, no se encontraba en las dehesas salmantinas ni en los matorrales de Sonora. No estaba entre las casas derruidas ni entre los rascacielos de la gran urbe. Solo le quedaba una patria interior construida pena a pena en lo más profundo de su ser, escondida de todo lo que cambiaba a su alrededor, protegida e íntima, conservando una luz poderosa que irradiaba alegría y risas al exterior en la fiesta o durante las faenas del día. Llevaba su patria dentro cuidándola con orgullo. Solo la música llegaba a perturbarla. Por eso cuando reconocía los primeros acordes de “cantamé un pasodoble español” escapaba para que no lo vieran o, a veces, se rendía y cantaba hasta dejarse anegar por el llanto mientras repetía: “español, yo también soy español”.
Antonio María González Gorostiza
Socio de AUCTEMCOL
Universidad Carlos III, Colmenarejo