MOMENTOS (45) DE NÁUFRAGOS
Cuando aquel náufrago dejó de bracear, su cuerpo fue quedándose inmóvil sobre la superficie del agua y, primero su cabeza, luego sus brazos y sus piernas dejaron de sobresalir hasta que desapareció de la vista de la gente que llenaba la playa. La ingravidez propia de los cuerpos a los que solo les queda el alma, hizo que se mantuviese a media profundidad, envolviéndose en un verde oscuro, mirando el fondo también oscuro y sintiendo que absorbía el líquido salino y reblandecía el ánimo endurecido con el que nadaba hacía un momento.
No sé calcular el tiempo en que estuvo sumergido en ese recinto amniótico, pero le dio tiempo de recordar dos y tres veces las líneas breves que le habían escrito no hacía mucho en su wasap. Respiraba las frases, los puntos y aparte, comas, espacios de silencios que contenían respiración de quien se los había enviado. Al final, emergió con suavidad, como si no necesitase el aire que estaba esperándole en la superficie sobre la que lleva tanto tiempo nadando.
El náufrago hace tiempo que había adquirido esa condición, cuando no consiguió subir a la barca, nada más zarpar, de lo que llamamos juventud.
Pero, ¿Desde dónde, desde cuándo viene nadando este náufrago tan cansado? Y, sobre todo, ¿qué le hacía seguir braceando todavía con un cierto ímpetu?
Siendo joven -¿dieciocho años?-, tuvo que encontrar, con prisas, el sitio en la sociedad a la que le habían arrojado desde los acantilados de la fe religiosa, sin haber encontrado en su interior el sentido de la vida y su puesto en ella. Ni tan siquiera él se encontraba. -¿Cómo soy? ¿Soy diferente a lo socialmente admitido?, se preguntaba constantemente-. Lo escribía en los dos cuadernos que conforman un diario de los aconteceres y pensamientos en esos años tan indefinidos y tan determinantes; los dieciséis años.
Lo que encontró nada tenía que ver con lo que había estudiado, ¿tal vez la Filosofía? Esta asignatura le dio suficiente criterio para distinguir lo fundamental, lo trascendental, el bien, el comportamiento, y la reflexión. Sobre todo, le entusiasmaba la filosofía de la historia, conocer el por qué la Humanidad había evolucionado hasta la forma en que se presentaba ante él, las razones, casi inexplicables, que arrastran los tiempos en un sentido o en otro. Y creyó en la razón como herramienta, y abrazó la idea de que la sociedad avanza o retrocede a impulsos de la tesis, antítesis y síntesis de las fuerzas que intervienen en las relaciones de los hombres. Estuvo convencido de las ideas marxistas. Y abandonó la religión y sus dogmas.
Así empezó su primer bracear en un mar desconocido para él.
Decidió no seguir estudiando. Más bien, se dejó caer. Llevaba ocho años intensos de estudio y el cuerpo y el ánimo le empujaron a integrarse en un ambiente de laboriosidad obligada que encontró en su familia. Asustado, se puso a trabajar desde el peldaño más básico: maca de buzo –le avergonzaba andar por la calle vestido de esa forma- que trae los bocadillos al resto de trabajadores del taller de metalistería.
Esta decisión fue la primera, luego vinieron otras que le determinaron y le llevaron a nadar, casi siempre, a destiempo.
La Universidad fue ese lugar al que no dejó de mirar mientras braceaba, como lugar de retorno necesario para cumplir su deseo de ser profesor. Y fue la Universidad el lugar que siempre ha esperado a este náufrago, desde hace casi cincuenta años.
La diplomatura de humanidades, durante cuatro años, organizada por el Aula de la Experiencia de la Universidad Pública de Navarra, fue el enganche para empezar a nadar, esta vez sí, en la buena dirección: estudiar, adquirir conocimientos inútiles, aprender a escribir y a leer, actividades que persiguió en los últimos años de estudios de Filosofía, en Zaragoza. Y el bracear entre compañeros que, la mayoría de ellos, habían terminado su tiempo de trabajo activo, le hizo encontrarse más cómodo, más acompasado en su afán de llegar a alguna parte. Como dice Saramago, “siempre se llega a donde nos esperan”.
Y aquí estoy, tras recibir las palabras de ánimo recibidas a través de la fibra óptica, deseando más mar para seguir nadando, para contar las palabras o pensarlas si me hundo.
El cansancio hace mella en los músculos al avanzar, o es que nos hemos hecho viejos, o hemos bajado el nivel de ensoñación, o las dos cosas.
Jesús Jáuregui Gorraiz
Socio de AULEXNA
Asociación de la Universidad Púbica de Navarra