CARACOL GO HOME
El caracol avanza sabiendo que, antes de llegar a las hierbas de su hogar, debe cruzar la acera. Ya puede oler las frescas hojas, casi saborea los trozos cuando los muerde y crujen entre sus diminutos dientes. Le quedan unos metros para disfrutar de la fresca mañana de mayo estirado fuera de su caparazón.
Como no tiene orejas, no escucha el ruido de las pisadas del crío que, se aproxima desde el otro lado de la carretera aplastando hojas y golpeando con la mano los retrovisores de los coches aparcados.
Los últimos metros son los más difíciles, a pesar de que el suelo húmedo le permite deslizarse rápido sobre sus babas. El cansancio acumulado, tras arrastrarse durante una hora sin pausa, agarrota el músculo de su cuerpo, lo hace más torpe.
Se detiene. Al mover los ojos en el extremo de los cuernos divisa al crío. Viene directo, llegará en cuestión de segundos. Para protegerse, se encoge hasta refugiarse dentro de su coraza. Se hace pequeño, debe pasar desapercibido.
Una hoja estalla bajo el pié del chico, otro retrovisor cae reventado sobre el asfalto. El caracol todavía está allí, vivo, expectante, esperando que pase el peligro para volver a andar.
El niño lo detecta, va hacia él, alza el pié, lo aproxima con intención de aplastarlo. Se escucha el grito de la madre cansada ya de verlo hacer el salvaje.
– Miguel, la merienda.
La voz maternal apaga el sonido de la cáscara cuando explota bajo el peso de la zapatilla.
– Con esa porquería en la suela no subes al coche.
Miguel recuerda con tristeza el enfado de su madre. Fue justo antes del accidente.
– Ahora me lo limpio con arena.
– Date prisa. Nos espera la abuela.
Pero la abuela ya no los pudo ver juntos. Son esas cosas que pasan de repente y cambian una vida cuando traen la muerte. Como le pasó al caracol que se afanaba en llegar a casa donde le esperaban sus cientos de hijos. Un rayo que cae del cielo en forma de zarpazo, no llegas a comprender su significado. Piensas en el esfuerzo que te queda para cubrir los últimos dos metros y, de golpe, ya no piensas más. Tus hijos siguen esperando sin saber lo que ha ocurrido, no salen a investigar y esperan. Esperan largas horas sin resultado. Pasan los días y siguen esperando. Hasta que el tiempo borra la memoria para dejar hueco a los nuevos padres.
La abuela esperó y no volvió a ver a su hija. Le hablaron del accidente, pero nunca admitió el mal sueño. Estaban hablando por teléfono, de pronto escuchó ruidos, gritos, carreras, pitos, sirenas. El teléfono, tirado junto al cuerpo inerme de la hija que se desangraba, retransmitía en directo la función de la vida. Escuchó a Miguel llorando, agarrado a la madre sin importarle que sus lágrimas se mezclaran con el fluido rojo que lo embadurnaba todo.
– Mamá, mamá. Por favor, no te mueras.
Y las voces desconocidas.
– Ha sido la moto. Venía como loco.
– Apártense, soy médico.
– Voy a llamar a una ambulancia.
Se olvidaron del teléfono. La oscuridad de la noche trajo el silencio. La abuela siguió llorando sujeta al auricular, esperando el milagro de reconocer la voz de su hija hasta que se acabó la batería. Hasta que llamaron a la puerta para llevársela primero al hospital y luego al forense. Allí encontró a Miguel, sentado en una silla de plástico verde. Hurgando en la zapatilla con un palillo.
– Abu, no ha sido culpa mía.
La abuela no sabe qué decir, apenas consigue mantenerse en pie. Acaricia la cabeza del niño que se arroja a abrazarse a sus piernas.
– Solo quería jugar con el caracol. Diles que me portaré bien, pero que traigan a mamá de vuelta.
Alguien los sujeta a los dos para que no se derrumben. Se deja abrazar, la ayudan a sentarse.
– Tome, es café con leche y un tranquilizante.
La enfermera se aleja sin decir nada más. No quiere ser ella la que le dé la noticia. Va en busca del sacerdote de guardia.
Se le cae el café sin llegar a probarlo. Deja que la taza de papel se le escurra de la mano; no sabe dónde está, solo quiere tener a Miguel recostado en su cadera. Lo estruja hasta dejarlo sin respiración. Lo aprieta todavía más cuando ve llegar al doctor con cara seria.
– ¿Hay esperanza?ꟷ la pregunta surca el aire sin que ella haya despegado los labios.
El doctor niega con la cabeza.
Miguel sigue recordando.
Ve a su padre atravesar las puertas correderas, cruza el vestíbulo corriendo, deja la maleta tirada en medio de la gente. Viene directo del aeropuerto. Es como el sol cuando lucha hasta conseguir rasgar las nubes negras para iluminar un pequeño prado acorralado por la nieve del invierno. Es el calor que trae el despertar de la esperanza, una distracción para permitir recuperar fuerza, estirar las hojas y que la sabia fluya hasta reverdecer de nuevo. Un escalofrío por el que sabes que sigues vivo.
Miguel abre tanto los ojos que parece que se le van a escapar de la cara, se separa de la abuela para abalanzarse hacia su padre, pero no le da tiempo. Él ha llegado primero. Ya están los tres mezclados en un solo cuerpo, en un solo llanto. Se siente volar. Su padre es fuerte y los abarca con sus brazos para llevárselos como la ráfaga de huracán que no deja nada por donde pasa. En el hospital solo queda la voz de Miguel flotando en el aire de los pasillos, solo una palabra continuamente repetida.
Dos sílabas.
– Papá. Papá. Papá.
Y papá se multiplicó. A la salida del colegio allí estaba esperándole. Estaba junto a la abuela, temprano en las mañanas de partido, con el café recién hecho y las tortitas calientes. En el despacho del director, para justificar sus travesuras, para reprenderle a la salida y hacerle prometer que intentaría portarse bien.
La cita con el director se hizo habitual. No había semana en la que no les llamaran. A veces la abuela les acompañaba y esperaba fuera para ir luego al rastrillo a comprar ropa, fruta y sobre todo: churros con chocolate. Miguel siempre acompañado, ganando a papá perdía cuando jugaban al tenis, también al ajedrez y muchas veces a las cartas. A papá no le gustaba perder, tiraba las cartas, se levantaba de la mesa, la rodeaba murmurando mientras la abuela se moría de risa, tan alegre como antes del accidente del caracol.
Papá en la fiesta de graduación en el colegio. Ese día, en el patio, ya no estaba la abuela pero ellos la sentían presente, podían escuchar sus risas mientras los dos se apretaban la mano y se guiñaban un ojo.
Y ahora Miguel, en el cementerio de El Espino, frente a la lápida del nicho con tres nombres, sonríe entre lágrimas mientras recuerda lo feliz que ha sido y sabe lo felices que deben estar los tres juntos. Suelta la mano de sus dos hijos que le han acompañado, y repiten el ritual de todas las primaveras.
Buscan caracoles entre los setos, los rocían con agua para que despierten. Les cantan la canción hasta que sacan los cuernos al sol y los pegan en la losa de mármol para verlos subir, despacio, hacia el cielo.
Birus, con los cuernos al sol.
Antonio M ª González Gorostiza
Socio de AUCTEMCOL
Universidad Carlos III, Colmenarejo