Momentos (50) Volver a escribir
“La escritura es como un manantial”, escribe Theodor Kallifatides (Otra vida por vivir). Tengo que ir en busca del lugar donde nace el escribir. Voy a corregir a Bukowski, el poeta soez, cuando escribía que si no te sale desde la tripas, no lo escribas. Yo le digo, “pero si sientes que te sale de las tripas, escríbelo”. Ese es mi recorrido para volver a escribir: regresar a los momentos en los que sentía, hacer de nuevo que afloren sensaciones, aunque sea a partir de los recuerdos.
Es que, “uno no puede escribir cuando los recuerdos le abandonan”, escribe de nuevo Kallifatides, citando a Philip Roth, en su hermoso librito que me ha recomendado mi amigo Txema, sabio epicúreo malagueño.
He emprendido el camino hacia el lugar donde todavía se conservan los recuerdos. El lugar intermedio entre el corazón y la memoria: los ojos. He ido en busca de las imágenes que mis ojos habían captado, de los negativos que, venturosamente, no han sido velados por el ácido de los malos entendidos, por la luz que se ha colado a través de las miradas distraídas e innecesarias. El método es volver o, más directamente, mirar de nuevo.
Cuando he bajado a la profundidad -¿del alma?, ¿de la conciencia?, ¿del corazón?- me he tropezado con las palabras con las que construía frases, los signos con los que entonaba las ideas que quería expresar –¡Ay!, las exclamaciones abundaban más que las interrogaciones, y no sé por qué-, los tipos de letra que usaba según qué quería decir.
Con el ruido que he hecho al remover aquel universo herrumbroso, al fondo, han empezado a aparecer las imágenes tras un cristal del color verde recio de océano encrespado por el viento que, recuerdo ahora, fue el que me hizo empezar a escribir.
Ese era el lugar. “Interioriza”, alguien había escrito sobre la puerta sellada con cinco letras y un guion. Tengo que entrar y sentir. Quiero escribir.
Allí, borradas, apenas grabadas en mis ojos sobresaltados, pendiente de hilos invisibles y endebles que tejen los deseos inalcanzables, aquellas imágenes inequívocas, de tonos azul petróleo, azul noche, de tacto sedoso, con sus encajes y blondas formando senderos y recorridos para manos y dedos inexpertos, que contenían tibia humedad palpitante.
Y envuelta en fragancias de zoco mediterráneo –sándalo, resina, incienso-, que hace unos años respiré en las calles de Kairuán, en Túnez, estaba su figura. Aún flotaba aquel aroma, envolvente, que me encarceló, emanado de la figura fucsia refulgente; sin lugar a dudas era la de una diosa.
Y encontré también, entre mensajes escritos en letras “sans serif MS” de tamaño 18, la imagen de la joven colegiala, su cabello largo hasta más debajo de sus hombros, enredado con un collar de cuentas ingenuas, su blusa de cuellos blancos sobresaliendo del jersey de punto –foto de carnet con sus bordes troquelados-, y sus ojos negros, fijos en el objetivo que toma la instantánea para la orla del colegio –casualidad, mientras escribo inmerso en aquellos años jóvenes, me entero que ha muerto Georgie Dann-. En la mirada de la foto va a estallar -¿lo había hecho ya?- el big bang de un universo de cuerpos celestes que se expandirán durante sus próximos cincuenta años, cincuenta millones de años para la humanidad.
Antes de salir del mundo de las imágenes he querido poner nombres, identificarlas, llamarlas… Me faltan vocablos suficientemente comprensivos de lo que quedaba en la nebulosa de los recuerdos.
“Interioriza”, he vuelto a leer en el frontispicio de la puerta que he cerrado con cinco letras y un guion.
“Después de los setenta y cinco, nadie escribe” le dijo un colega a Theodor Kallifatides.
Va a ser esto.
Jesús Jáuregui Gorraiz
Socio de AULEXNA
Universidad de Navarra