El paseo de las adelfas
Aquella mañana, en un banco del paseo, ella llevó la mano del hombre a su frente, lugar donde habitaba la lealtad insertada en su ADN de replicante. Cuando el viento enredó sus dedos en un mechón de su pelo, él supo que se quedaba enredado a ella. Luego, sus labios le juraron volver siete meses después, al término de su expedición al exoplaneta de Alpha Centaury. Se levantó y echó a andar. Y traspasó la línea invisible.
Ya han pasado diez meses desde entonces.
Al llegar a la sala de Recibir, el hombre se encaminó hacia la zona de cajetines, situada a un lado de la sala. La sala tenía un techo bajo y dos paredes enfrentadas con hologramas “serviciales” a un lado y con “exigentes” al otro, que avanzaban, con distintos cometidos, hacia cada recién llegado. Un pavimento gris, en su zona central, hacía de alfombra y pasillo neutro para acceder a los elevadores que, situados al fondo, llevaban a los habitantes del distrito décimo a sus apartamentos privados de la Torre. Un “servicial” holograma, vestido con chaqueta y pantalón azul de botonadura dorada, que portaba delicadamente un paquete en las manos, se le acercó.
– Sea bienvenido a casa, señor Werther. Esto se lo ha dejado su amigo Tino, junto con sus saludos afectuosos.
El hombre agarró el paquete con una mano mientras con la otra pulsaba el código de apertura y abría el cajetín.
Decepcionado y con gesto brusco, pulsó los dígitos de cierre del cajetín. Hacía días que un “servicial”, trajeado con antigua chaqueta y corbata de poliéster, le había prometido enviarle la tarjeta con el código de activación. No había llegado, se resignó a otro día más en suspenso, a la espera de un final que le devolviera a su compañera.
Subió al apartamento, se sacó la camiseta arrojándola sobre la cama y se acercó a la ventana. La noche enmarcaba los cielos zumbones y alumbrados de naves ovoides aleteando entre las torres.
Le gustaba pensar en ella sintiéndola recostada sobre su pecho; pensaba en Carlota y en un sabor simple emanando libertades, un sabor que lograra, con su magia terrena, lo que el mundo le había negado al fabricarla; despertarle los sentidos. Pensándola, era un loco.
Cada vez que su amigo Tino se los traía, él se metía en la vieja cocina y pasaba la tarde limpiando aquellos carísimos chipirones pescados con anzuelo. Los vecinos, envidiosos, le tenían amenazado con denunciarle a la Junta por los olores que impregnaban la noche. Cuando ella llegara, quería haber mejorado su receta para poder tenerle listos los mejores chipirones en su tinta. Los tomates, el pimiento, los cultivaba él mismo en la huerta comunal. Todos los martes, de lluvia o de sol, eran recibidos con el apetito causado por un encierro prolongado de jornadas trabajadas en una sala diminuta; un sillón, una gran pantalla de vidrio y una Tablet. Cada día, cerraba la tablet con un golpe seco y un gesto de hastío. Los martes, el tedio lo llevaba pegado en la cara, pilotando el vehículo hasta llegar a atravesar la autopista aérea que cruzaba las Torres Geométricas, entonces, al divisar la colina verde, sus labios esbozaban sin querer una sonrisa. Esas tardes alargadas en la huerta, le regalaban un dulce cansancio a su espalda y un leve alivio de su ausencia.
Por volver a verla, recorría el Paseo de las Adelfas. Día tras día, se sentaba en un banco, mientras su antebrazo se encendía cuando él lo acariciaba con su índice modificado. Simulando leer mensajes, noticias gubernamentales que cambiaban según el horario y la zona urbana.
Podría haber echado raíces, allí sentado, esperando. Esperando a Carlota. Lo más probable era que le hubieran cambiado la ruta programada, que le hubieran asignado otra misión, porque por allí no volvió a pasar y sin aquella maldita tarjeta la vida se le iba. Esa misma mañana, casi había tenido una bronca durante la reunión en línea con la petarda de sistemas cognitivos interplanetarios (SS. CC. II.)
A la noche, con los ojos de agua, le escribió un correo al “servicial” rogándole que se hiciera cargo de su situación de expatriación y viudedad, a la vez que le recordaba su acreditación estatal que le daba preferencia de demandas. De toda índole.
Hoy abre de nuevo el cajetín para extraer, por fin, la tarjeta. El aire no le alcanza, una gota de sudor se cuela en su ojo izquierdo. Introduce la tarjeta en la obertura del comunicador que ha extraído del precinto, teclea los dígitos y comprueba en su antebrazo el disco que marca la nueva batería activada en Rosa; sonríe ahora ante la lucecita verde que indica que ella está de vuelta y activada, cerca, muy cerca. A unos pocos km de la Torre está el parque que linda con el Paseo. No advierte el parpadeo de la luz. Se le olvida o no quiere pensar que algo no va bien.
Porque gritaría su nombre. Gritaría que la quiere al mundo entero. Que la espera. Todo está listo, los pasaportes, los chips falsos con su nueva identidad. Abre la caja personal que está al lado del cajetín de envíos y saca el dinero. Lo cuenta. Hay de sobra para pagar al piloto y al “exigente” de seguridad de la Torre. Juntos, los dos saldrán del país que les dicta a quien deben amar.
Atraviesa la sala de Recibir y sale a la calle. Es larga. Demasiado larga. Camina. Andar acompasado. No correr. No llamar la atención. Pero está sofocado.
Mientras en el parque, tras unos arbustos, cuando Carlota abre los ojos lo primero que ve es la mano del guarda retirando la hojarasca de su frente. Lo segundo, que no puede evitar, es el tubo que se va acercando a su lóbulo derecho. Como un ternero recién nacido, prueba a sostenerse en sus largas piernas y echa a andar hacia la salida del parque, bajo la atenta mirada del guarda.
Como un autómata, recorre las calles. Los recuerdos se le van borrando y su lóbulo frontal, el que rige sus emociones, se niega aún a apagarse al ritmo del parpadeo de la luz que titila en el brazo del hombre que la espera dos calles más allá.
Puede recordar aún, como una mujer, mientras camina. Recuerda el primer beso de Werther en aquel portal, con un cosquilleo raro en el vientre. Llega a la plaza donde le había confesado su nombre, su esencia vital. Luego, él le había llevado del hombro hasta su vehículo, conduciendo hasta la huerta que dominaba la bahía, donde los tomates maduraban en la rama. Había arrancado uno y se lo había ofrecido. Ella se lo comió a bocados. Mirándose ambos fijamente mientras ella masticaba el manjar como una niña androide extrañada de su proeza. -Quédate conmigo, le había dicho él – Y el abrazo abarcó el llanto de dos seres distintos.
Cuando Werther dobla la esquina se cruza con Carlota, que pasa de largo sin reconocerlo, seguida del guarda.
Él mira su antebrazo. Lucecita roja. Llegó el final.
Marisol González Ramón
Vocal de AMULL
Universidad de La Laguna, Tenerife
Directora del magazine de Radio San Borondón:
“SIN TÓPICOS CON AMULL”