Schopenhauer y las neuronas espejo

D. MANUEL PÉREZ VILLANUEVA.
Especialista en Salud Mental y aplicación a la Clínica de las Ciencias Humanas y Sociales
Es evidente que, ante todo, debemos considerar a Schopenhauer como un gran filósofo, tal vez el último de los grandes filósofos universalistas, y en atención a su obra asignarle en el campo de la filosofía un lugar de importancia relevante.
Pero el autor de “El mundo como voluntad y representación”, su obra capital publicada a sus 31 años, al que tanto le gustaba pisar tierra y acercarse a la vivencia psicológica del hombre y a su trasunto filosófico con un lenguaje llano e inteligible, se mantuvo siempre muy atento a los hallazgos científicos y, sobre todo, a encontrar en la vida real y en las ciencias naturales vestigios que avalasen su metafísica.
En la obra “Sobre la voluntad en la naturaleza”, publicada en 1836, no pretende otra cosa, analizando en ella fenómenos de todo tipo: anatómicos, fisiológicos, físicos, vegetales, lingüísticos e incluso paranormales, con el fin de refrendar con ellos sus principales tesis, en especial la del carácter que otorgó a la voluntad como verdadera cosa en sí, es decir, el principal leit motiv de su obra, el que, según él, planta ahí al mundo y, también según él, ha de ser vencido.
Siendo esto así, a buen seguro que el último de los románticos y el primero de los modernos, como él lo fue, se alegraría muy mucho de haber podido conocer el descubrimiento que en 1996 y en la Universidad de Parma, llevó a cabo el equipo conformado por los doctores Giacomo Rizzolatti, (premio Príncipe de Asturias 2011), Leonardo Fogassi y Vittore Gallese, acerca de las denominadas neuronas espejo, o neuronas Cubelli, neuronas situadas en el área cerebral de Broca, (lóbulo parietal), descubiertas primero en primates y en aves y posteriormente en el hombre, cuando los medios de exploración médica, (electroencefalografía, tomografía axial computerizada, tomografía por emisión de positrones o captación de imágenes mediante resonancia magnética), permitieron actuar sin necesidad de inferir la menor agresión al sujeto, es decir, permitieron actuar en él.
Lo sorprendente de las neuronas espejo es la misión que ejercen, es decir, por qué están ahí y para qué sirven. Y es que, sin duda alguna con fines evolutivos y de preservación de la especie, tales neuronas, que se activan cuando un animal o una persona ejecuta una acción, se activan de igual forma, desencadenando una conducta implícita, atenuada y mimética de carácter semejante, cuando esa persona observa esa misma acción ejecutada por otro individuo, especialmente por un congénere.
En otras palabras, que se activan en mí cuando, por ejemplo, recibo un daño o una alegría y del mismo modo se activan en aquél que ve cómo yo recibo el daño o cómo manifiesto la alegría, permitiéndole así, por decirlo de algún mudo, “ponerse en mi lugar” y experimentar en su cuerpo algo de lo que yo experimento.
Debido a esto, tales neuronas parecieran postularse como la base física, de carácter claramente biológico y neural, en la que sustentar la en apariencia tan etérea empatía humana, explicar el subjetivo altruismo y dar cuenta de la “espiritual” compasión.
Es más, llevando esto al extremo, nos conduciría a pensar que los individuos pueden ser más o menos empáticos y misericordiosos, más o menos solidarios o compasivos, según la sensibilidad o presteza que en ellos detenten tales neuronas, pudiendo ir así desde la indiferencia del autista hasta la autonegación del santo, pasando, por supuesto, por el común y cotidiano compadecerse de toda persona normal ante aquél que sufre.
¿Estamos acaso ante otra de esas lecciones de humildad que día tras día recibimos por parte de la ciencia, iniciadas cuando Copérnico nos desplazó de ser el centro del cosmos, proseguidas con la relegación que Darwin nos hizo al definirnos como una especie más sobre la tierra, la disección freüdiana que descubrió tanta desenfrenada pulsión en nuestra sacralizada interioridad y la revelación de la psicología científica, poniendo en claro la mecanicidad y el automático condicionamiento de mucha de la conducta que considerábamos libre, absolutamente voluntaria y específicamente humana?
Ahora resulta que incluso la compasión se reduce a una cuestión cerebral y que nuestros tan queridos sentimientos de solidaridad y comunión levantan su edificio sobre una base de neurotransmisores, ciertas conexiones dendríticas y una mayor o menor disposición al aprendizaje.
Schopenhauer, rechazando el imperativo categórico kantiano como fundamento de la ética y situándose en contra de toda apoyatura teológica o dogmática y aun de toda apelación al deber como base de la misma, quiso establecer el punto de apoyo de su moral precisamente en la compasión. La compasión, esa instancia que nos hace sentir a cada uno de nosotros los sufrimientos del otro como si fueran propios, era para el filósofo de Dantzig la sólida base de toda caridad y de toda acción altruista. Y por lo mismo le pareció lo definitivamente humano.
Eso y no otra cosa es lo que mantiene en su tesis “Sobre el fundamento de la moral”, presentada en 1840 ante el tribunal de la Sociedad Danesa de Ciencias, la cual, a pesar de ser la única presentada, no fue premiada por causa de los improperios que en la misma dedica el sarcástico pensador a los consagrados “filósofos de universidad”.
“Predicar la moral es fácil, fundamentar la moral, difícil”, había escrito mucho tiempo atrás en su obra fundamental.
Pero, “¿cómo es posible que un sufrimiento que no es el mío, que no me afecta, se convierta en un motivo para mí de forma tan inmediata como en otro caso solo lo sería el mío propio y me mueva a obrar?” –se pregunta al respecto en 1841 el autor de “Los dos problemas fundamentales de la ética”, tratando de buscar un fundamento a la obligación moral.
Y tras una meticulosa investigación acerca de la conducta humana, la justicia, la caridad, la obligación, el deber, la felicidad, la abnegación y el bien, así como un repaso a lo filosofado hasta el momento, concluye en la citada obra de forma sentenciosa y seguro de haberlo probado con carácter irrebatible: “La compasión es el verdadero móvil de la moral”
Curiosamente ahora lo que entonces en él, que era amante de buscar apoyaturas en lo biológico, fue pura intuición y trabajo especulativo, parece hallar base neurológica y solidez científica con el descubrimiento de los investigadores de Parma, porque el complejo de tales neuronas permite hasta cierto punto replicar en nosotros las acciones, las sensaciones y las emociones de los demás, razón por la cual, además de disparar otro tipo de conductas, nos hace empáticos con el sufrimiento ajeno, nos tornan compasivos e incluso misericordiosos y por ello implicados en un comportamiento ético.
La trascendencia que este hallazgo pueda tener para la ciencia y aún para la comprensión del vivir humano parece ser tanta que el prestigioso neurólogo Vilayanur Ramachandran director del Center for Brain and Cognitión de los Estados Unidos, el científico al que Richard Dawkins, (El gen egoísta), llamó el “Marco Polo de la neurociencia” y el Club del Siglo consigna como una de las cien personas más destacadas a las que seguir en esta centuria,. se ve llevado a referirse al mismo como un descubrimiento que hará por la psicología tanto como el ADN hizo por la biología.
Posteriormente Ramachandram destacaría también la importancia que las neuronas espejo tienen en la adquisición del lenguaje y en la imitación, demostrándose que las mismas, además de contribuir a nuestras posibilidades de aprendizaje, conllevan en sí un claro valor de supervivencia, pues tal valor ostenta en toda especie cualquier tipo de conducta que tienda a auxiliar al prójimo.
De haber sido Schopenhauer, ese filósofo de geniales intuiciones que en su tiempo se adelantó en tantas cosas a sus coetáneos que llegó a hacerse incómodo, de haber sido, digo, contemporáneo de Rizzolatti y sus asociados, sin duda alguna se hubiese volcado sobre sus descubrimientos con verdadera efusión, y muy bien podría haber dedicado a la misma varias páginas de su obra sobre la voluntad en la naturaleza, utilizándolo como un hecho más del mundo de lo físico refrendador de sus originales reflexiones.
Es más, él mismo parece en cierto modo pronosticar hallazgos parecidos al que nos ocupa, y aún a otros que han ocurrido o han de ocurrir, cuando en la conclusión de la obra antedicha escribe:
“A las confirmaciones, en cierto modo notables enumeradas en este tratado, que han ofrecido las ciencias empíricas a mi doctrina desde la aparición de ésta, pero independiente de ella, es indudable que se añadirán otras muchas que no han llegado a mi conocimiento…, y veo con placer cómo en el transcurso de los años se pronuncian, poco a poco, (a favor de mis tesis), las ciencias empíricas de nada sospechosas…”
Ahora bien, ¿cómo conciliar estos descubrimientos con nuestros presupuestos sobre el mérito y el demérito con respecto a nuestro actuar, con nuestra libertad y dignidad, con el altruismo, la filantropía, la solidaridad y, en fin, con la supuesta necesidad de hacer el bien por los demás de manera libre y voluntaria? ¿Cómo seguir manteniendo nuestros sentimientos y nuestras aserciones sobre las bases de la cooperación, el mutuo bien y el apoyo recíproco y aún glorificar o elevar altares a quienes se muestran cooperativos con el prójimo si en el trasfondo de todo subyace un prosaico imperativo neurológico?.
Las religiones no han dejado de predicar una y otra vez acerca de la compasión y de la necesidad de actuar por misericordia. Es decir, de promover en nosotros la capacidad de sufrir con el que sufre, llorar con el que llora y penar con el que pena, pero todo ello a base de la mascullación intelectual de obligaciones y de mandamientos y por medio de la introyección de una rumia trufada de culpabilidad, premios, castigos, reprobaciones y remordimientos.
Sin embargo, curiosamente y más allá de cualquier religión, ahora parece que cobran una relevancia significativa los dichos de quienes nos hablan de la vida de un hombre asentado en lo que ellos denominan estado de conciencia superior, en especial los representantes de las escuelas no dualistas de oriente, los cuales mantienen, con respecto al actuar del hombre al que denominan realizado, un punto de vista sutilmente distinto.
Y es que para ellos, el apego o la identificación, por muy nobles que nos parezcan, no son compatibles con la sabiduría. El hombre liberado no ha de sentirse atraído ni repelido por nada del mundo ni precisa de acicate biológico alguno, sino que ha de limitarse a realizar las acciones que el bien de aquél o la situación concreta demanden en todo instante, guste o no guste, satisfaga o no satisfaga, sea grato o ingrato, independientemente de la atracción o repulsa a ejecutarlas, independiente de toda pulsión o impulso promovido por instancias corporales, independiente de todo condicionamiento o reacción psicofísica, independiente, en suma de lo que puedan sernos apremiado por concretos mecanismos neuronales o urgido por instaurados aprendizajes que nos hagan sentir lo que sienten los demás.
Este modo de proceder, que ha causado siempre el rechazo de los defensores de la libertad, la implicación y el sentimiento, sale reforzado cuando se descubre que la compasión no deja de ser un mecanismo más de los que componen la máquina que es nuestro cuerpo, cuyo fin primordial, como el de todo el resto de mecanismos, no es otro que el de la supervivencia de la estructura en la que se integran y la de la especie a la que pertenece, sin que al mismo le preocupe en absoluto apelación alguna a la trascendencia.
El hombre cabal, prosiguen los antedichos sabios, obrará desapegado; ejecutará lo necesario y lo que el bien común dicte de forma impersonal, indiferente al placer o al dolor, al beneficio personal, la atracción o el repudio, como si sus acciones fuesen llevadas a cabo sin sujeto alguno o ejecutadas a través de él por la vida misma, más allá de su voluntad individual, más allá de las demandas que la naturaleza exige, del mismo modo que quien se abstiene de fumar o de comer ésta o aquella cosa, lo hace independientemente de las autoritarias instancias interiores; en suma, por encima de los dictámenes de la pulsión, la emoción, el sentimiento o el condicionamiento, y a despecho de los impulsos volitivos o pasionales que puedan emerger de su diencéfalo, de su complejo glandular u hormonal o aun de sus replicadoras neuronas espejo.
Él no es generoso, podríamos añadir, sino que la generosidad lo imita. Él no es compasivo, sino que la compasión lo emula.
De actuar todos así, a buen seguro el mundo rodaría más feliz y no sería ya necesario que el dolor, la tristeza, la soledad o la pena, se difundiesen de unos a otros por medio de las neuronas que nos ocupan, habiendo de sufrirlos subsidiariamente los segundos a fin de verse incitados a mitigarlos en los primeros.
Porque, en definitiva, la existencia del mecanismo interno conformado por las neuronas espejo, (curiosamente llamadas por algunos neuronas místicas o neuronas de la compasión), a la vez que nos aclara nuestra instintiva tendencia a ayudar a los otros, o a ponernos en el lugar de los demás, (lo cual ya no precisa la exigencia de filosofía alguna que la instaure), nos da también noticia del carácter bastante más mecánico de lo que creíamos, de la tan predicada compasión, base fundamental de muchas escuelas y doctrinas.
Pero, volviendo a Schopenhauer y en referencia al hombre realmente libre, cabe recordar las palabras que el rival de Hegel mantiene casi al final de su obra más importante: “cuando en la multiplicidad de las cosas individuales y en la diversidad de los fenómenos se reconozca inmediatamente que el ser en sí de todas las cosas es idéntico en todas ellas, por cuanto que una y la misma voluntad se manifiesta en todo,….se producirá un aquietamiento de toda volición, entonces los motivos particulares se volverán ineficaces porque el modo de conocimiento que los origina habrá quedado postergado al verse eclipsado por otro totalmente distinto” (s.n.)
Entonces, sin duda, ya no será necesario el natural disparador compasivo de las neuronas espejo que la evolución desarrolló en nosotros probablemente para apaciguar el egoísmo natural que nos califica como seres terrestres y promover así en el seno de la humana familia la cooperación necesaria para la subsistencia de la especie.
Pero aún así, nos seguirá maravillando la inteligencia adaptativa que de las mismas se trasluce por el mero hecho de su instauración y desarrollo en nuestro cerebro, al igual que maravilla al que asciende por las paredes de una montaña la oportunidad de cada uno de los riscos que le sirvieron de apoyatura antes de alcanzar la cumbre.
Y es que, en definitiva, eso es lo que son las neuronas espejo y no otra cosa: los oportunos resortes promotores de que el hombre común tienda en mayor medida a inclinarse a hacer lo que en todo momento debe hacer en favor de su prójimo
Desde luego cabría añadir que Schopenhauer fue un acérrimo partidario del escapismo del mundo mientras que la ciencia, en especial la moderna, nos va confirmando cada vez más nuestra indisoluble unidad con él.
He ahí un punto de desacuerdo. Pero eso ya es otra historia que habrá de quedar para mejor ocasión.
Manuel Pérez Villanueva
“Especialista en Salud Mental y aplicación a la Clínica de las Ciencias Humanas y Sociales”