SHAKURA

Antonio M. González Gorostiza – Birus
Socio de AUCTEMCOL
No tengo una profesión corriente: Soy escribidor.
De cartas de amor.
Mi existencia discurre en la noche, aunque hace un par de años, todavía me aventuraba a pasear por las mañanas en los jardines que rodean al castillo; es el parque más bonito de Osaka. Allí, en el silencio respetuoso de una multitud que nunca llega a rozarse, quedas aislado, escuchas los trinos de los pájaros y te dejas envolver por el eco de la campana del templo budista.
También, algunos domingos me acercaba al acuario, sin importar las dos horas de camino. Me sentaba en el centro de la sala de tiburones, para ver el poder contenido en las formas imparables bajo el agua, bestias capaces de seccionar a sus presas con un simple giro de cabeza. Pero ahora, termino de escribir casi al amanecer, entonces arrastro mis pasos cansados hasta la habitación alquilada, en las callejuelas del barrio de Fukushima.
Escribir cartas en el salón de geishas comenzó como un juego, un juego al que me hice adicto. Eran textos en castellano para clientes que no conocían mi idioma. Mi fama ha corrido de boca en boca hasta hacerme con una clientela fiel que absorbe todo mi tiempo.
Ya solo escribo cartas de amor.
El club es el más distinguido de la Yotsuhashi Suji. 600 euros por compartir la velada con dos damas envueltas en la nada de la seda. Siempre recordarás la textura del tacto de los kimonos, la caída de la tela escapando sin resistencia entre los dedos, la proximidad de la piel oculta dejando adivinar cada contorno. El roce de la manga en tu frente, cuando la mano femenina baja y ofrece a los labios el sake en taza de porcelana. Crujen los tejidos al chocarse, mientras la muchacha se inclina para depositar la bebida en el taburete de bambú, sujetando un escote rebelde que tiende a abrirse.
La cabeza apoya en el regazo de la joven vestida de blanco con flores rojas; la otra sentada enfrente toca la mandolina, toda de verde vibrante, con grandes ribetes amarillos en los puños y negros en el cuello. Puedes oler el perfume de los pétalos recién cortados, el aceite con el que se han frotado tras el baño.
El humo del opio serpentea como la neblina. La luz se atenúa poco a poco, mientras los sentidos se enturbian y avanza la noche.
Tengo un protocolo. Algunos enamorados vienen acompañados de un amigo, los más, se aventuran en una soledad a la deriva, barcas sin motor ni instrumentos de navegación, bogan hacia un faro lejano que nunca alcanzan. Ceno en su compañía mientras escuchamos el canto melodioso de las geishas que nos atienden. Comemos el arroz con movimientos precisos de los palillos sin que se caiga un solo grano, sin embargo, cuando sorbemos la sopa lo hacemos con ruidos sonoros, como si las algas se defendieran y necesitáramos de una aspiradora para metérnoslas en la boca. Entonces nos limpiamos los labios con el dorso de la mano, chasqueamos la lengua y terminamos riéndonos como niños que chapotean en los charcos. Después, retiran el servicio de mesa, traen los recados de escritura y, recostados entre las sedas de las muchachas, conversamos de forma pausada, con largos silencios. Silencio donde encontrar la palabra, donde la reflexión te ayuda a comprender al otro.
Las geishas atienden mientras conversamos, capturan ideas antes de que se evaporen para plasmarlas con trazos de pincel de caligrafía incomprensible, huellas de tinta negra dejadas por pájaros nocturnos sobre el papel de arroz. Haikus que estallan en el aire cuando los recitan. “Canta, canta” les decimos, pero ellas se resisten con fingida timidez, esconden la cara tras el abanico plegado, fruncen los labios y bajan los ojos hasta que las convencemos, como adolescentes que actúan por primera vez sobre el escenario del colegio.
Las horas transcurren entre risas de alegría intercaladas con momentos sosegados; algunos serios, incluso tristes. Entonces, cuando el sentimiento aflora, cuando los recuerdos brotan para revivir lo que habíamos enterrado, las lágrimas contenidas escapan hasta ser atrapadas por el pañuelo de las jóvenes. Desplegado, lo hacen resbalar por el rostro a la vez que con su mirada ofrecen un consuelo tierno, aguamarina sin tiempo.
Los clientes me cuentan a quién han conocido. Relatan su historia y la del ser amado. Describen sus gustos e inquietudes, también los detalles sin importancia, los que, sin embargo, son los que mejor nos definen, la verdad oculta bajo consignas que nos hacen uniformes. Me introduzco bajo su piel para vivir con ellos, me conducen a encontrarme con su ser amado para adivinar sus deseos. Preparamos el escrito a medias, lo releemos hasta que recoge la necesidad del momento en el mensaje del náufrago. Con el deseo de tenerle cerca prometemos las estrellas, las mismas que compartimos cada noche en la distancia. Reescribimos muchas veces hasta llegar a la versión perfecta, la que escribe el amante con su tinta de anhelo.
Se van contentos, con prisas de enviar la carta. Contarán cada segundo hasta recibir la respuesta, la leerán impacientes varias veces antes de guardarla en el bolsillo, accesible para sujetarla entre los dedos, para abrirla de nuevo y observar el trazo dibujado por la mano que los acarició, memorizar las frases en la voz que les mantuvo despiertos.
Los recibo y apuesto como el jugador de póker que arriesga el dinero ajeno. Para mí el amor son solo frases, canciones, poesías. El sentimiento es externo; como ver los organismos desarrollándose en el laboratorio, arrollándose unos a otros bajo el cristal del microscopio, sin temor a contagiarme.
En esas largas veladas de apuestas con el amor, cuando vivía aventuras de otros, protegido por el caparazón de escribidor que no arriesga en la suerte, fue donde conocí a Sakura.
Sakura. 23 años con la frescura de su nombre: flor de cerezo. Había visitado Sevilla, conocido el duende del sur, la fuerza del baile, el sesteo del verano, la alegría de la feria, la pasión de su gente. Allí encontró unos ojos, allí se perdió en una boca, allí navegó en abrazos hasta naufragar; hasta quedar prendada del ansia del regreso.
Sakura viene todos los meses. Meses cada vez más largos, tiempo de espera y desconsuelo, travesía en el tiempo que sufro hasta llegar el siguiente encuentro. Encuentros, para mí, cada vez más breves, diluidos en las primeras luces de la mañana, plumas que se alejan en el viento sin que seas capaz de atraparlas. Me desplazo por sus historias en el aire mullido de su voz, aspiro los olores de su niñez en la aldea, juego en los patios de su escuela, recibo los besos de la madre y:
Siento las caricias de aquel andaluz distante.
Cuenta los momentos difíciles, cuando la vida es tan dura que no se comprende, entonces lloramos. Recuerda anécdotas divertidas que nos hacen reír, comparte la amistad de sus amigos, las preocupaciones del día a día y:
Leo los mensajes apasionados telegrafiados desde las marismas del Guadalquivir.
Fue con la primera carta que le escribí, cuando se produjo el cambio. Un soplo de alegría fresca que te ataca por la espalda, sin esperarlo, con las defensas bajas. Y de la nada surge un ansia de vida que desborda las barreras y despliega una existencia que absorbe la tuya. No deseas resistir, solo quieres estar cerca, contagiarte, disolverte en su energía y resignarte a subsistir, sin esperanza. Conformándote con poder verla, en la noche, mientras piensa en el otro.
Durante nuestras largas conversaciones olvido la ciudad agobiante, no escucho los ruidos del restaurante. Sedas, licores, cantos; todo se extingue en un vacío que se llena de luz con cada sílaba pronunciada por sus labios. Sin resultado, me esfuerzo para comprender lo que dice, perdido en la contemplación de sus gestos, sus uñas, el color del maquillaje, el brillo de sus pupilas. Su presencia destroza mis corazas y abre caminos a un deseo irracional.
La tortura galopa en su ausencia, horada heridas de un dolor seco cada vez más profundo. En el surco, desde el que no se respira, cuento los minutos que me faltan hasta verla de nuevo, tocar sus manos, aspirar su perfume y:
Escribir sus cartas. Para enviárselas a un extraño.
Con la esperanza del condenado busco signos, indicios de que significo también algo para ella. En el aislamiento de mi cuarto invento sueños en los que Sakura está conmigo después de olvidar a mi enemigo. Las cartas ya no vuelan hacia España, las escribo para ella y se las entrego en mano. No contienen aburridos discursos llenos de palabras manoseadas, trozos de texto robados a poetas famosos o a pensadores que no cambiaron el mundo. Las pinto en japonés con mis trazos de aprendiz, y ella ríe al leerlas porque no entiende nada. Borrones de sentimiento sobre papel, que yo le traduzco en besos.
Hoy es nuestro viernes, vendrá al anochecer, cuando se apague la ciudad.
Para aliviar la espera me acerco a la zona del puerto. En el acuario, paseo por los túneles bajo el tanque de los grandes asesinos blancos. Nadan en círculos sobre mi cabeza. Los alimentan con presas vivas que les arrojan sangrando. El pez herido flota en el estertor de la muerte, intenta buscar una gruta para ocultarse, pero el rastro de hilos rojos guía al asesino.
Con el primer sabor de sangre se produce un giro brusco, la aleta caudal empuja para ganar velocidad, el tiburón ataca rasgando con sus cientos de dientes, arranca grandes pedazos al pez moribundo que recibe la embestida de otro asesino en disputa por la presa. El agua es un torbellino púrpura de violencia.
El espectáculo salvaje no consigue acallar la frase que me golpea, la que escribí en su última visita. Ella con los ojos cerrados, el cuello estirado hacia atrás, los labios entreabiertos. Yo con las yemas apretadas en la estilográfica, hasta ponerse blancas.
Porque no me gustó escucharlo como ahora lo escucho. “Te amo”, dijo, “te amo con locura”, lo dijo mientras me miraba. Y pienso en lo que ella piensa en Osaka , y pienso en lo que ella hizo en España. Veo los dientes de las bestias que desgarran, noto la rabia fluir en trombos por mis venas, cierro el puño, quiero golpear, vengarme. Razono como un loco, con golpes de ira que revientan como relámpagos. Ya no quiero escuchar sus deseos, aún menos escribir sus misivas.
Un instinto brutal que empuja a herirla, a herirme, a ver la sangre teñir mis manos.
Este proceso me destruye, necesito de una vía de escape para salir de la pasión en la que me asfixio. Debo neutralizar a la bestia que germina dentro de mí. Permanezco sentado, inmóvil, reprimo una ira poderosa más salvaje que la de los predadores que matan para comer. No debo regresar al club.
Espero a que cierren el acuario antes de comenzar mi lento caminar hacia el salón de las geishas. Quiero llegar tarde, muy tarde, cuando se hayan ido todos, cuando se haya ido ella. Deseo que mi tortura me abandone, se lleve su paraíso y me conceda un olvido para reconstruirme. Avanzo hacia un destino vacio, acantilados oscuros sobre un abismo sin fondo, donde ella me ignore y nadie me vea.
El peligro repta por los tinglados del puerto, mejor alejarse antes de que sea noche cerrada. La humedad multiplica por infinito la sensación de frío que se infiltra hasta la medula del hueso. Al otro lado de las torres de contenedores se escuchan los chillidos de una pelea, golpes, carreras, gritos de un borracho que protesta. Tiritando me meto en el metro para ir al barrio antiguo. No hay nadie en el vagón, Osaka en la noche se transforma, desaparece el bullicio trepidante de oficinistas y comerciantes, dejan el terreno para los espectros. La escoria de la sociedad sale a flote negociando en cada esquina fragmentos de supervivencia.
Ella habrá llegado puntual. Al no encontrarme ha decidido regresar a casa. Ha preguntado si estoy enfermo y, antes de que nadie le conteste, ha comprendido mi ausencia. Conocía los aguijones que me perforaban al escribir cada letra. Comprende que no puedo aguantar más. Buscará otro traductor y no volverá más al club.
Estoy agotado, con el traqueteo del viaje se cierran los ojos, vienen los sueños. La veo conmigo en una de nuestras noches. Ya no necesita mis escritos pero finge y sigue viniendo a la cita. Hace tiempo que no recibe correspondencia desde España. Ahora escribe ella los mensajes para traerlos como excusa. Necesita seguir viéndome hasta encontrar el momento de confesarme que quiere estar conmigo, sin necesidad de cartas. Una noche comienza la explicación que yo interrumpo posando mi mano sobre su boca. Es un movimiento inesperado, ella se atraganta, me preocupo, busco agua, con las prisas, se la tiro por encima. Ella se atraganta todavía más, pero esta vez es debido a la risa que se escapa a borbotones. Reímos a tumba abierta, a punto de despeñarnos. No podemos parar, retorcemos el cuerpo, nos sujetamos la frente y seguimos riendo, riendo como locos.
Abro los ojos, sigo solo en un tren a punto de hacer su última parada.
Es de madrugada cuando llego a la casa, está todo cerrado, solo una luz permanece encendida. Me acerco a mi reservado, a nuestro reservado. Descansaré unos instantes y beberé un poco de sake antes de seguir arrastrándome. Abro la puerta, la habitación está ocupada. Siento la frescura de la flor de cerezo. Escucho la voz de Sakura que me acaricia:
– Te estaba esperando. Te esperaba, porque -titubea, se detiene, toma aire, me mira a los ojos, se levanta.
Vuelve a hablar.
– Te esperaba, porque:
Pausa.
Silencio.
Palabras vacías, desgastadas por el abuso, ganan significado cuando nos las arranca el fuego del sentimiento.
– Te amo con locura.
Birus,
en los brazos de mi flor de cereco
Antonio M. González Gorostiza
Socio de AUCTEMCOL
BIBLIOGRAFÍA
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- CRUZ VALDOVINOS, JOSÉ MANUEL, El esplendor del Arte de la plata, Murcia, 2007.