El verdadero milagro

D. MANUEL PÉREZ VILLANUEVA.
Especialista en Salud Mental y aplicación a la Clínica de las Ciencias Humanas y Sociales
Habían viajado como turistas a un exótico país y ahora no paraban de relatar a cuantos podían la singular experiencia que en él vivieran.
Durante un tiempo fueron el centro de las tertulias en la pequeña villa. Incluso dieron alguna que otra charla relatando lo sucedido e invitando a los asistentes a intentar la misma aventura.
Esto último lo decían con manifiesto orgullo, dejándose acariciar por la ola de admiración que sus palabras despertaban, si bien a continuación y de forma paradójica, dejaban traslucir cierta disconformidad con lo dicho y desaconsejaban intentar tal experiencia.
Primero -explicaban los recién llegados-, tuvieron que contactar con determinadas personas acerca de las cuales les habían informado. Después, estas personas los encaminaron a otras distintas y estas otras a un lejano lugar apartado de la civilización, casi en plena selva.
Allí, tras muchos miramientos, consiguieron ser aceptados por un anciano que vivía alejado del mundo, medio desnudo y apenas con techo. Según les dijeron, era un experto en la materia.
Insistían los conferenciantes en que no era fácil conseguir aquella aceptación. Ellos la habían obtenido por el vivo interés que demostraron y por la obediencia y docilidad con que siguieron todas las encomiendas del extraño personaje.
Lo cierto fue que, al fin, y tras varios días de instrucción, consiguieron tener acceso a la misteriosa substancia sobre la que tanto habían oído hablar y a la que ahora ellos se referían calificándola con los más extraordinarios apelativos: un polvo negro procedente de una combinación muy precisa de hongos macerados que el anciano guardaba en pequeñas cazuelas de cáscara y que les permitió acariciar con los dedos tras mantenerse varios días a su lado siguiendo sus normas de alimentación y de vida.
Poco después, tras inhalar una y otra vez el humo que la combustión de tal producto desprendía y seguir las encomiendas del oficiante, que merodeaba alrededor de ellos para dar cumplimiento a la necesaria ceremonia, los viajeros lograron experimentar fascinados lo que tanto les impresionó: la disolución de todas las cosas que les
Era como si de repente todo el mundo se hubiese convertido en una endeble montaña de melaza para dar paso en su lugar a un sorprendente cosmos de vivos colores y extrema luminosidad, un mundo caótico y anárquico, lleno de extrañas criaturas, unas semejantes a seres conocidos, otras aparentemente absurdas, todas a la vez ilógicas y terribles y todas con la manifiesta intención de abalanzarse sobre los experimentadores que, según relataban, sentían una extraña combinación de relajación y de morboso temor, de placer y de pánico, constatando a la vez, de forma vívida, como su cuerpo se iba desvaneciendo poco a poco para identificarse con cualquier cosa que ante ellos apareciese: feroces animales, exuberantes flores de intensa coloración, geométricas formas, imposibles estructuras de subyugante atractivo.
Nada en aquel mundo era coherente ni previsible; las cosas se transformaban de repente en su contrario, lo tangible se desvanecía, el efecto esperable no seguía a la causa, nada podía establecerse por mucho tiempo en una contextura habitual, nada seguía los cánones de algo previamente establecido; nada era racional.
A la mañana siguiente una intensa postración y un gran cansancio se habían apoderado de ellos. Estuvieron casi todo el día vomitando y temblando de frío.
El mundo se les antojaba algo sucio y tedioso. No tenían ganas de comer ni de levantarse de la cama.
Pidieron al anciano experimentar de nuevo.
Tardaron varios días en recobrar la calma habitual y el estado normal de salud. Finalmente, el imperativo del viaje de retorno los devolvió a su vida normal.
Ya en ella -seguían explicando- hicieron balance de lo vivido y llegaron a la conclusión de que había sido una experiencia positiva, por cuanto les había mostrado con evidencia que este mundo nuestro no es sino uno más entre los muchos posibles, una construcción tan ilusoria como tantas otras que la mente forja. Y demostraba también la razón que asistía a tantos filósofos que lo habían reputado de irreal.
La gente aplaudió con gran entusiasmo cuando los oradores concluyeron. Y hubo después un largo período de tiempo destinado el coloquio.
A todos fascinaba aquella posibilidad de experimentar lo desconocido, otros planos, diferentes dimensiones, cualquier mundo extraño que los arrebatase de una rutina que, a juzgar por el interés manifiesto durante la disertación, les disgustaba profundamente.
Y por eso se redobló su entusiasmo cuando los viajeros abandonaron la sala rodeados por el franco embeleso de los asistentes.
Hay una gran fascinación por los estados de conciencia no habituales.
Nuestra especie, con su estulticia, ha establecido sobre la tierra una vida que a casi nadie satisface, una vida que a menudo se hace realmente insufrible, por lo que algunos cifran sus últimas esperanzas en que se produzca el milagro de poder acceder, por el medio que sea, a alguna extraña y distinta dimensión, a algún esotérico plano, a alguna prodigiosa experiencia, en resumen, a otro.
Y si esto se consigue, se considera afortunado al que lo logra y se califica su experiencia de tan admirable como lo pueda ser un milagro.
Pero: ¿dónde está en realidad tal milagro?
Todos los días nos sumimos en caóticos universos cada vez que nos dormimos. A poco que soñemos despiertos ya confundimos las imágenes con la realidad. Un poco de fiebre, un exceso en el consumo de alcohol o de alguna otra substancia y lo cotidiano se rompe y pasa a ser habitado por extrañas apariencias.
Un profundo ensimismamiento, una relajación adecuada, una excesiva concentración, una disciplina regularmente ejercida y vemos cómo, queriéndolo o no, nos vamos deslizando hacia territorios desconocidos.
Quienes estudian los estados alterados de conciencia saben cuan fácil es apartarse de lo que ellos llaman el estado consensual, este estado nuestro de todos los días, el mundo de la vigilia, al que dan tal nombre por sospechas que no se ha cimentado tal como se nos presenta sino tras enormes períodos de consenso perceptivo e intelectual.
Aquellos que tratan de cerca las enfermedades mentales podrían hablarnos de la fragilidad en que se cimenta este presentarse cotidianamente de lo “normal” y de lo sorprendente que es el que tal regularidad de las cosas se dé en medio del hervidero que se esconde al acecho en lo profundo del cerebro, amenazando con sus alocadas invasiones.
Miles de personas, aquejadas de dolencias psíquicas, habitan de continuo o por momentos en países por completo extraños para nosotros: los delirios de los paranoides, las alucinaciones de los esquizofrénicos, las alteraciones perceptivas de los psicóticos, las extrañas estructuras lógicas de los hebefrénicos o la desdoblada realidad de los obsesos.
Esta, evidentemente, sería la cara de lo patológico.
Pero, por la otra cara de lo mental, aquella envuelta en un halo de respeto y de misterio, las frecuentes visiones de los meditadores, los arrebatos místicos o pseudomísticos, las inquietantes experiencias que el mundo de lo paranormal refleja, la incursión en los ámbitos transpersonales, astrales, antenatales o, por concluir de algún modo, las posibles introyecciones que el trance hipnótico permite, no dejan de ser muchas veces solapados escapismos, otras veces atentados contra una rutina que nos parece poco satisfactoria, pero siempre alejamientos de la coherencia que la mente ha establecido como su estado natural de reposo.
Fácil es caminar de lo lógica al caos. Difícil, muy difícil, lograr que en el medio de ese caos un reducto de lógica resista sus embates.
Por ello, en realidad, el verdadero milagro, lo sorprendente y que sin duda alguna precisa ser mimado, comprendido y custodiado, es esta posibilidad de un mundo de relativa coherencia, estable, continuo en su esperada forma y lógico en su decurso de cada día, mundo que se nos ofrece simplemente con despertar, siempre ahí, confiable, hoy igual que ayer, manso a nuestras percepciones como un perro fiel, leal en su manifestación como algo realmente noble y coordinado consigo mismo.
Ese es el verdadero milagro. Que en el centro del desorden, de la infinita complejidad y del prolífico repertorio de posibilidades, se dé cada mañana el mismo mundo ante nosotros y en él nuestra vida en cotidiana ilación.
Que el complejísimo ordenador que representa nuestro cerebro, capaz de plasmar innumerables escenarios y presentar ante los sentidos insospechados mundos y estados de conciencia, deslabazados, inconexos, paradójicos e irracionales, sea dócil y consecuente en su terca adhesión a un programa determinado.
Sin duda tal milagro precisó de eones de tiempo para constituirse. Una decisión percepcional que nos apartó de las fantasmagóricas peripecias que la mente del hombre primitivo hubo de encarar, plenas de utópicos seres, de mitológicas presencias, de amedrentadores panteones, inanimadas cosas que cobraban vida, terribles arquetipos reclamando sus derechos.
Milagro por el cual, sin duda alguna, advino a nosotros el mínimo necesario de cimentación para que sea posible lo que entendemos por existencia humana, para que sea posible una cancha relativamente sólida y fiable en la que el juego del amor y la relación sean posibles y la permanencia argumental en pos de un bien tangible, de una verdad experimentable y de una belleza humanizada puedan saludarnos al nacer el día.
Cuidemos pues, como cuidamos de la higiene de nuestras alcobas, de que la debida higiene mental se instale en este mundo nuestro de la vigilia, este estado conciencial de la normalidad consuetudinaria que tanto tiempo a costado construir y tanto parecen denigrar las filosofías y las ensoñaciones; cuidemos de la eficiente floración de nuestra especie en esta tierra que todos los días pisamos y tengamos como nuestra más apasionante aventura perfeccionar y mejorar el estado de las cosas en tal plano, antes que intentar escapada alguna a los territorios de lo irracional.
Al igual que el rumor de los automóviles, que de la calle llega a través de las ventanas a la sala de conciertos, o el susurro de los espectadores, ruido de fondo que no nos impide la concentración en la sinfonía que sobre el escenario se nos ofrece, así es el mundo de lo hipnagójico y especular: ruido de fondo que amenaza este gran espectáculo de la vida de vigilia, verdadero escenario para la realización del hombre, prodigio en verdad sorprendente y magnífico que nuestra mente realiza todos los días en el océano de las anarquías y que nos reserva todavía su más gloriosa floración.
El es, sin duda y con toda seguridad, el verdadero milagro.