La vocación

D. MANUEL PÉREZ VILLANUEVA.
Especialista en Salud Mental y aplicación a la Clínica de las Ciencias Humanas y Sociales
Bajo un hermoso cielo de primavera, mimados por la sombra de los sauces y el frescor del río, los niños componían su dibujo.
Habían llegado al prado muy de mañana. Primero rompieron el día con sus voces frescas, compitiendo con los gorriones y los petirrojos. Pero enseguida guardaron silencio y, recogidos cada uno en sí mismo con encantadora seriedad, se pusieron al trabajo.
El profesor, sin duda para no interferir en la espontaneidad del ejercicio, esperaba los resultados leyendo un periódico bajo la sombra.
Antes había dejado que los artistas retozasen a su antojo sobre la hierba mientras ensayaban el mejor punto de mira para captar el paisaje.
Después se acomodaron y a partir de ahí casi se escuchó su concentración.
Mezclaban y mezclaban colores, inclinaban la cabeza para un lado y para el otro como si les pesase, sosteniéndola con sus pequeñas manos; movían el cuerpo, se rascaban, cambiaban una y otra vez de postura, afilaban y afilaban los lápices, revolvían los colores cuanto podían, untando con ellos los dedos y los guardapolvos, y emborronaban sin el menor recato la cartulina que les habían entregado, todo ello con la fruición de sus cinco o seis años.
La mayoría de los dibujos sólo podrían figurar en las galerías del arte más abstracto ya que apenas era perceptible silueta alguna evocadora de algo. Únicamente el rastro, que todavía permanecía sobre los borrones, de la alegría con que fuera acumulada tanta pintura sobre el papel.
Pero en otros ya se adivinaba la facilidad para la expresión artística. Troncos macizos en demasía, copas de árbol apretadas de verde contundente, recordando a las más agresivas nubes del invierno, ríos de azul demasiado perfecto con los peces al aire, niños más altos que árboles y casas más pequeñas que flores. Todo eso era cierto. Pero la maestría ya se adivinaba.
Y aquella mirada fija de ojos tan limpios, aquel recogimiento y aplicación a la tarea, aquellas respiraciones de tensión a las que seguían otras de alivio, aquel pasarse la lengua a lo largo del labio inferior, de un lado para el otro, denunciaban sin duda el placer del pintor en ciernes. Cada hombre tiene un don que le es propio.
Un don que, al igual que en las plantas, al principio no es sino un débil indicio en la semilla, un pequeño brote que debe ser cuidado y protegido a fin de que pueda llegar a ser causa de abundante fructificación.
Si tal se hace, el don queda a la vista y se manifiesta como facilitación para determinadas acciones: específicas formas de pensamiento, maneras de captar la vida o expresiones del sentimiento.
Ya sea hacia la senda de la verdad, la de la acción o la de la belleza, hay en nosotros una tendencia que nos caracteriza, que es innata o nos ha sido instaurada en edad tan temprana que ya se establece para siempre como la estrella polar que orientará nuestra vida.
Es lo que se llama vocación, aptitud, predisposición. Es esa inclinación que a veces sorprende por su fijeza o esa pericia que ya desde muy temprano puede asombrar por su grado.
Y lo que en ella es más peculiar, lo que sobre todo la torna valiosa cuando la desarrollamos plenamente y nos disponemos a seguirla, es la capacidad que tiene para otorgarnos toda la felicidad que el ejercicio de las propias facultades puede dar a un ser humano, felicidad que, a su vez, suele ser el heraldo del mayor gozo posible en esta vida.
Olvidar nuestro don, dejar que el bullicio del mundo apague el interno rumor con que nos acucia, ese rumor que al principio puede ser muy débil, es un terrible mal. Dejar de analizarnos para descubrirlo, de amparar sus incipientes manifestaciones o de seguir sus dictados, en una palabra, traicionarlo en aras de otras dedicaciones, es un error tan grave que a veces se paga con la infelicidad de por vida.
Por el contrario, atenderlo, aun a despecho de que pueda llevarnos por caminos exentos de beneficio o de gloria, aun a pesar de que pueda exigirnos sacrificios y renuncias que acaso, vistos sin su luz, pudieran parecer insoportables, resulta siempre satisfactorio y causa de verdadera ganancia, tanto para el ser individual como para el mundo entero.
Tal es lo que puede decirse al hablar del don que cada uno de nosotros llevamos dentro, oculto como un regalo de nacimiento.
Tal es lo que procede hacer con respecto a sus interiores instancias en la seguridad de que, atendiéndolas, hacemos una buena elección y realizamos aquello para lo que hemos venido a la escena de la vida.
No obstante, aun así, muchas personas no consiguen instalarse en esa tendencia que les ha sido conferida.
Por ignorancia de la misma, por la sutileza de sus primeras manifestaciones, que pueden pasar desapercibidas, por falta del valor suficiente para abrirle camino o, desgraciadamente y tan a menudo, por imperativos de la vida: sociales, económicos, educacionales, imperativos de esa vida que a veces es tan dura en sus condicionamientos que parece olvidarse de las flores que ella misma siembra en nuestro corazón.
En tal caso todavía existe una salida para la felicidad.
Todavía la esperanza de buenas cosechas, tanto de frutos como de alegrías, planea sobre nuestra parcela, pues tales frutos pueden llegar a maduros por el simple camino del interés.
Interés en profundizar a fondo, con la mayor aplicación que nos sea posible, en esa tarea que nos viene impuesta. Interés por explorarla, estudiarla, investigarla. Interés por comprender cuanto se pueda ese papel que nos ha tocado ejercer y que tal vez espera tal interés para ser mejorado, transformado o descubierto como embrión de un nuevo desarrollo que lo haga más gratificante para quien la ejerce y más útil para el hombre en general.
Del conocimiento profundo nace la dedicación satisfactoria. De ella deviene la creatividad, y de esa creatividad puede emerger un árbol tan bello y frondoso como lo hubiera sido el surgido de aquella planta marchita que no pudimos atender.
Del conocimiento profundo nace también el amor.
Y el amor, por ser lo que es, nos sitúa ya, a despecho del don que perdimos, en la privilegiada parcela de los hombres dichosos.
La amargura es, por tanto, tan solo para aquellos en los que, mustio el germen original por cualquiera de las causas posibles, se niegan a explorar el perfume de las flores nuevas.
Para ellos, sin duda, la felicidad pasará de largo.
Y el amor también.