¿Somos o no somos viejos?
Hace varias semanas asistí a una reunión en la que se denunciaban los prejuicios sociales respecto a las personas de edad, lo que conocemos por “edadismo” y se revindicaba nuestro derecho a seguir desarrollándonos y participando en las diferentes áreas de la sociedad. Durante las presentaciones me llamó la atención que, al referirse a los mayores, los ponentes utilizaban la tercera persona del plural, “ellos”, a pesar de que la mayoría rondaba los 70 años. Me hizo pensar en cuanto nos cuesta incluirnos en esa franja de edad.
Me parece que muchos de nosotros utilizamos un mecanismo de defensa, llamado desmentida o renegación, con el que tratamos de ignorar nuestra edad, algo que sabemos bien, para evitar contrastar nuestra imagen actual con otra previa, más joven, que nos esforzamos en mantener. Tenemos la sensación de ser más jóvenes de lo que el DNI indica y según envejecemos vamos retrocediendo la edad que atribuimos a ser viejos. Es decir, conocemos nuestra edad real, pero, a la vez, nos resistimos a asumir todo lo que dicho conocimiento implica. Como si al aceptarla fuéramos a envejecer más deprisa. Quizás esta tendencia también está presente en los rodeos que damos para evitar la palabra “viejo”, que casi hemos convertido en una ofensa.
Sé bien que los mayores no formamos un grupo homogéneo, que envejecemos de muy distintas maneras y que incluso es peligroso hacer girar nuestra identidad en torno a una categoría asociada a los años que cumplimos. Además, según las circunstancias y los momentos del día, podemos sentirnos jóvenes ahora y viejos más tarde. Pero, ¿es posible que pidamos a la sociedad que corrija un trato injusto mientras nosotros mismos rechazamos aceptarnos con nuestra edad? Si es así, ¿existe una contradicción entre lo que justamente reclamamos y lo que personalmente hacemos, al poner distancia con un grupo de edad en el que evitamos incluirnos?
La sensación de ser mayor puede no tener un inicio claro o instaurarse progresivamente. Aun disfrutando de una vida activa los años acumulados producen señales de que el vigor y algunas capacidades están disminuyendo. También puede aparecer por un cambio normativo, como la jubilación o por sorpresa, asociada a un hecho insólito, como una enfermedad grave o la pérdida de la pareja. Otras veces los avisos vienen del exterior, como las muertes cercanas o las miradas ajenas que nos confrontan con los efectos inevitables del paso del tiempo.
Hay varios motivos que contribuyen a la resistencia a aceptarnos como mayores. Unos son consecuencia de los valores predominantes en nuestra sociedad. No queremos incluirnos en un grupo al que se discrimina e infravalora y nos oponemos, con pleno derecho, a identificarnos con unos estereotipos sociales negativos. Pero no es lo mismo luchar contra el edadismo que resistirse a envejecer. Las legítimas expectativas que despiertan la longevidad actual y los conocimientos de la medicina preventiva pueden contribuir, también, a estimular la fantasía de que es posible extender la etapa adulta sin fin. Estamos invadidos de recomendaciones y promesas del tipo: “Si haces esto o no haces lo otro, podrás envejecer sin que los signos o los síntomas del envejecimiento se manifiesten”. Así que, asumiendo la idealización de la juventud nos esforzamos por parecer más jóvenes. Cuidar la salud y la imagen, sin pretender negar la edad, favorece vivir una vejez más larga y satisfactoria.
Avanzar en edad es una aventura que nos ofrece nuevas oportunidades de crecimiento y pruebas que nos enfrentan a situaciones complicadas. Frente a un panorama incierto y con desafíos potenciales, no podemos evitar sentir miedos, bien realistas, aquellos que nos ayudan a anticiparnos y a resolver problemas o irracionales, que nos atormentan y limitan nuestra capacidad de pensar y actuar. Por ejemplo, nos angustian la decadencia física y psíquica, las enfermedades y las dudas acerca de cómo será el final. Los miedos excesivos pueden estar generados por creencias negativas acerca de la vejez, asociados al historial previo de adaptación a los cambios o a experiencias vividas con mayores cercanos.
El reconocimiento de estar envejeciendo implica un duelo, tanto por la pérdida de funciones, como de amigos y familiares. Y el duelo es doloroso porque supone dejar atrás recursos que durante muchos años fueron fundamentales para consolidar nuestra autoestima, como el prestigio profesional o la dependencia emocional de los hijos y aceptar humildemente quienes somos en la actualidad. Cuando envejecemos no ocupamos aquella posición a la que estábamos acostumbrados y debemos aceptarlo y buscar nuevas actividades y compañías que sustenten nuestra propia estima. Hacerlo con éxito supone construir un presente con un equilibrio realista entre las renuncias y las nuevas adquisiciones, que nos acompañe y estimule a seguir avanzando.
Por todos estos motivos no es fácil aceptar que envejecemos. Es un proceso que lleva su tiempo y requiere un trabajo psicológico que incluye superar el propio rechazo con el que respondemos espontáneamente. Frente a los miedos y las ansiedades relacionados con envejecer, recurrimos a ciertas defensas para ocultar aspectos de nuestra realidad, interna o externa. Entre otras están:
- Evitar situaciones potencialmente beneficiosas, como participar en actividades con coetáneos, porque supondría enfrentarse a una evidencia que no se podría negar.
- No poner en juego partes de uno mismo que generan vergüenza, para mantener una imagen idealizada.
- Proyectar partes propias en otros, por temor a decepcionar y responsabilizarlos de lo que sucede.
- Negar la presencia de déficits funcionales, como la pérdida auditiva, alimentando la fantasía de que si no se tienen en cuenta dejarán de existir.
La mejor manera de superar los miedos es identificarlos, buscar soluciones realistas y activar los recursos internos para resolver el conflicto que se nos plantea.
Los mecanismos de defensa suponen un gasto innecesario de energía y si se usan sistemáticamente producen un empobrecimiento psíquico al crear una brecha entre realidad y ficción. El mayor que se cree joven pierde la armonía consigo mismo y para mantener una visión parcial de quién es ignora una parte de lo que siente, piensa o experimenta. Puede acabar siendo un rehén de la imagen que quiere representar.
Aceptar nuestra edad no significa renunciar a vivir, ni amoldarse a un estereotipo de cómo debemos ser o comportarnos. Tampoco se trata de que la edad defina completamente quienes somos. Pero, para lograr participar en el ciclo completo de la vida humana tenemos que ser conscientes de los aspectos más sombríos que acompañan al avance de la edad. No porque las sombras predominen necesariamente sobre los aspectos bien soleados, sino por ambos son parte de la realidad de ser viejo. Y no podremos vivir plenamente nuestros muchos años si nos avergonzamos, renegamos o intentamos negar las huellas que nos deja el paso del tiempo.
Quiero concluir diciendo que deberíamos hablar más y debatir que implica vivir siendo viejo, a que debemos resistirnos y que debemos estimular para seguir creciendo. La vejez es un privilegio, del que no todos disfrutan, una oportunidad para transitar por los cambios e incidentes que nos ocurren mientras la vida sigue su curso. Si valoramos los aspectos positivos que el envejecimiento nos aporta encontraremos nuevos propósitos que nos completen y refuercen nuestra resiliencia para afrontar los problemas que la vida nos haga vivir.
Dr. Bartolomé Freire,
Psiquiatra jubilado
y autor del libro: “La Jubilación, una nueva oportunidad”